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jueves, 10 de junio de 2010

Mundial del tercer mundo

El futbol romántico pierde terreno ante la triste realidad de los países en vías de desarrollo. Aunque el ideal indica que los grandes acontecimientos deportivos bien pueden marcar un nuevo comienzo para una nación, los contrastes entre pasadas versiones de la Copa del Mundo y la actual saltan a la vista como fuerte golpe para quienes consideran que la máxima justa balompédica del orbe debe estar abierta a ser organizada por todo tipo de naciones.
Suficiente resulta con estar mirando tres o cuatro días el suelo sudafricano para comprender que la ambición política de Blatter pudo más que el beneficio para el deporte que representa. En esta tierra tan colorida y repleta de contrastes, no existen las condiciones para propiciar una total concentración en torno a un suceso que lo amerita por el simple hecho de hipnotizar millones de miradas alrededor del mundo. El Mundial es visto como una majestuosa vitrina, pero también como una peligrosa arma que pretende dar a entender que la lucha por la igualdad ha concluido, cuando en realidad las épicas victorias de Nelson Mandela construyeron apenas la base de una pirámide que debe ser fortalecida a diario.
Las incomodidades que hemos sufrido los medios de comunicación a lo largo de estos días son lo de menos. Se trata de vicisitudes que pueden soportarse con tal de cumplir con el ejercicio profesional. El problema de fondo en torno a esta edición de la Copa del Mundo estriba en que los aficionados han pagado costos muy altos a cambio de un servicio que dista mucho de valerlo.
Un alto porcentaje de la afición extranjera acude a la justa con recursos limitados. Justo con lo mínimo necesario para sobrevivir durante los días que sus respectivas selecciones participen. El punto neurálgico es que estos seguidores se están viendo expuestos a asumir riesgos de seguridad tan severos como el de usar el transporte público, alternativa muy deficiente en Sudáfrica y propensa a ser víctima de la delincuencia. El riesgo se catapulta de forma considerable cuando se observa que la distancia habitual entre un sitio y otro oscila entre los treinta y los cuarenta minutos.
Para alguien que, como un servidor, habita en una nación en eternas vías de desarrollo, resulta doloroso afirmar que el Mundial ha dejado de pertenecer a todos. Las canchas y los estadios son lo de menos. Ahí, el aficionado lo mismo se emociona con un templo futbolero lleno de historia aunque humilde en recursos que con una obra arquitectónica de vanguardia. Donde la bomba explota es cuando los asistentes a la Copa del Mundo sobreviven a factores que la FIFA debió considerar antes de tomar una decisión que no hizo más que comprobar que el juego de la política vale más que las constantes promesas de Fair Play.
Por la afición, por el futbol, por los medios de comunicación y por la fiesta que debe significar una Copa del Mundo, hoy pienso que lo mejor es convertir la máxima justa balompédica en un acontecimiento de elite, abierto a naciones que puedan garantizar total tranquilidad y un espacio de auténtico reposo para los millones de aficionados que desean olvidarse de los problemas de la vida para respirar en torno a ese objeto redondo que nos atrapará a partir del 11 de junio.
La FIFA, como la FMF en muchas ocasiones, ha vuelto a jugar con la nobleza de los aficionados. Quienes amamos el futbol, siempre caemos en la trampa. Así de noble es la pelota…

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