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domingo, 20 de junio de 2010

Cambio de paradigma

Quise esperar a que la emoción disminuyera para evaluar los alcances de la victoria contra Francia. Un momento tan espectacular como el vivido en las tribunas del Peter Mokaba requiere del más frío de los análisis para contribuir a que la alegría se vuelva una constante y deje de ser un hecho aislado en el camino. Un par de días después, tras observar la caída de Alemania y la brava reacción de los estadounidenses, me siento listo para hablar sobre el partido, su significado y la repercusión del mismo para el futuro mediato.
He de confesar que era uno de los más escépticos antes del duelo ante los galos. Tanto he sufrido con los tropiezos de la Selección Mexicana que he optado, involuntariamente, por volverme un tanto pesimista cuando se trata de un partido de nuestra representación nacional. Mi cerebro me invita a ser precavido y a no elaborar falsas pinturas en mi imaginación. Cuando es hora de estar a cuadro, enfatizo las debilidades de la escuadra tricolor. No olvido que solemos fallar casi todas en el arco rival. Tampoco que nuestra defensa se comporta como alfil ante el rey y la reina en una partida de ajedrez. Hablo de la falta de concentración que es habitual en el Tri, pero también menciono que nuestro equipo tiene con qué y que la aplicación mental puede ser clave para conseguir la victoria. Así, con argumentos en una mano y sentimientos en todo el cuerpo, me niego a pronosticar la victoria del Tri, pero mi corazón lo desea y lo piensa como si en verdad fuera a ocurrir.
Los primeros minutos me llenan de convencimiento: se puede vencer a Francia. Sin embargo, esos mismos primeros minutos me llenan de rabia: seguimos fallando en el último toque. Certeza de poder, incertidumbre respecto al temperamento de los nuestros para que la facultad devengue en realidad. Veo a Franco y me muestro en desacuerdo con Aguirre. Como periodista, recalco que no estoy de acuerdo; como aficionado, no termino de decidir si la mentada va para el “Guille”, a quien le digo así sólo porque Guillermo es demasiado largo, o al “Vasco por ver lo que otros no ven, más bien, pensaba yo, por hacer como que no ve lo que todos sabemos: que Franco no debe estar en el cuadro titular.
Durante esos minutos de igualdad en el marcador, no alcanzo a decidir si me quito los guantes para escribir con el poco movimiento de manos del que puede hacer uso gracias al frío o si permanezco atrapado en ellos, protegido de la temperatura, pero desarmado para laborar. Me llevo las manos a la cabeza cuando Vela falla una clara por tirar como defensa cuando es delantero. Platico con Edgar Valero y comentamos que el partido se puede ganar. Luego, la preocupación. El propio Vela se va lesionado y entra Barrera. Es la gran oportunidad para el jugador de los Pumas.
Hasta entonces, además de Aguirre y el Guille, el árbitro se convierte en el receptor de insultos. Todas las marca en contra nuestra. Platini sale a colación. Pensamos, Valero y yo, que el peso del hoy dirigente dentro de la FIFA es tan grande que se nota en el silbante. Se oye el silbatazo. Los jugadores se van a los vestidores y nosotros, es inevitable, volvemos a prestarle la debida atención al frío. Nos paramos para movernos un poco y continuamos sabiendo que se puede, pero también que seguimos con los males de siempre.
Durante dos o tres minutos del entretiempo, dudo si ir al baño o no. Tengo ganas. No lo puedo negar, pero el sólo hecho de exponerte al aire sudafricano hace que en ocasiones resistas lo más posible. Apuesto por lo segundo. Tomada la decisión, reviso la opinión de la gente en Twitter, leo los comentarios de mis amigos, trolls, y demás personas presentes en este blog e intercambio unos cuantos puntos de vista en el palco de prensa. Los quince minutos de receso se van demasiado rápido, tanto que no me da tiempo de sumergirme en el nerviosismo de saber que nuestra Selección se juega la vida en los próximos cuarenta y cinco minutos.
La inconformidad estalla en cuanto vuelve México al rectángulo verde. Franco sigue ahí. “Pinche Aguirre”, pensamos todos, y lo dicen unos cuantos. En el palco de prensa se vive el futbol en dos partes: como aficionado y como periodista, aunque algunos con mucha más pose que conocimiento piensen que celebrar moderadamente el tanto de tu Selección equivale a traicionar tu criterio periodístico. Volviendo al partido, son cinco o díez minutos en los que se presentan dos disparos franceses con cierto peligro sobre la meta de Oscar Pérez, con seguridad irreconocible bajo los tres postes del equipo mexicano.
La tribuna lo descubre casi al mismo tiempo que el cuerpo arbitral: Javier Hernández está por ingresar al terreno de juego. Se escucha el alarido. Difícil saber en qué porcentaje a favor del Chicharito y qué tanto se festeja la salida de Franco, por mucho el menos querido por los aficionados del Tri. Minutos más tarde, ya con la sensación de una posible igualada en el paladar, aparece Márquez con un liderazgo inédito en Selección Mexicana y eleva la pelota con un globito venenoso para el recién ingresado. El hoy jugador del Manchester tarda en comprender que el árbitro se ha equivocado, caminando con grandes reflejos, se quita al arquero, piensa lo que va a hacer por unos segundos, como si no lo creyera, y empuja el esférico. Todos festejan. Bueno, todos menos los franceses, quienes tienen una cara de total disgusto, observan a un Domenech en actitud indiferente, apoyándose en el soporte de la banca mientras se pierde en sus pensamientos.
Se va ganando… Ahora falta matar a los galos. Aguirre se atreve. Saca la valentía que otras ocasiones ha quedado relegada y ordena a su equipo mantenerse en la misma sintonía. Toma algunas precauciones, pero no se arrincona rogando porque el tiempo expire. Entonces, Barrera arrastra las piernas para agravar una falta que para mí sí es. Blanco pide el balón, aunque Salcido hace lo propio, todos sabemos que Cuah va a cobrar… también que la va a meter. Cuando los franceses se acercan a intimidarlo, comento que es lo peor que puedes hacer con un jugador así, y si no pregúntenle a colombianos, jamaicanos y demás futbolistas a los que ha enfrentado. Los retos para Cuauhtémoc son a muerte. Con esa certeza y aplomo, toma una distancia que para la gran mayoría significa una pronta falla; para él, en cambio, son los pasos previos a una nueva inmortalización, porque lleva varias. Ahora, lo hace tirando justo a la coordenada en que el arquero no puede rechazar el esférico a pesar de haberse lanzado con acierto. La victoria está segura, en los bolsillos.
Acabando el duelo. Escribo los díez puntos en este espacio. Emocionado, aunque entumido por el frío, reconozco que Aguirre acertó en casi todo, sigo pensando que Franco no debe ser titular. Aplaudo que Rafa por fin haya mostrado al gran jugador del Barcelona, que Salcido haya jugado como en aquellas épicas batallas en la Confederaciones y que “Chicharito” y Blanco hayan mostrado lo mejor de la vieja y nueva generación del futbol mexicano.
Se suben los díez puntos. Copio la liga y la twitteo. Espero cuatro, cinco segundos para sentir el ambiente y abandono mi lugar sintiendo que hoy soy más periodista que ayer por el simple hecho de haber estado en el lugar preciso y en el momento indicado. Nuestra Selección acaba de hacer historia. No sólo por haberse impuesto a Francia, sino también porque se ha construido el primer antecedente mundialista en que una potencia pensará en algún día cobrar venganza. Cuando volvamos a enfrentarlos, no seremos, en un escenario atípico para nosotros, los vencidos que quieren demostrar lo contrario; seremos los vencedores que quieren mantener la supremacía. Un paso de gigante para un equipo que por fin ha dado luz a una rivalidad en la que, cuando menos en el antecedente inmediato, somos los ganadores.
México festeja. México en Sudáfrica también festeja, ¿y yo? Recobro la tranquilidad habitual, acudo a las conferencias de prensa, grabo stands, armo notas y acabo el día pensando que ser periodista vale aún más la pena por el increíble sabor de noventa minutos en los que mi criterio periodístico pudo convivir sin problema con el alma de aficionado que todos llevamos dentro.

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