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martes, 13 de julio de 2010

La cruda mundialista

Es como despertar bajo la estela de una noche memorable. Las horas siguientes a la culminación de la Copa del Mundo nos inundan de una nostalgia cargada por la ansiedad de saber que no habrá fiesta igual hasta dentro de 4 años, cuando los mismos sueños de siempre renacerán y cuando sólo unos cuantos podrán levantar los brazos en señal de triunfo. La máxima justa balompédica del orbe es la fiesta perfecta, de las pocas en las que el exceso no resulta nocivo para la salud y de las que dejan una cruda de recuerdos con el consuelo natural del futbol de poder cambiar la historia o repetirla, según sea el caso, en su próxima edición.
En estos momentos, en los que cuesta trabajo creer que la Copa del Mundo se ha ido para no volver hasta el 2014, encuentro que el de Sudáfrica fue un Mundial de sueños cumplidos e insatisfechos deseos. En lo personal -hablaré de mí porque no aguanto la tentación de compartirlo con ustedes-, este torneo marcó mi vida para siempre. Una meta profesional cumplida. Un sueño de niño convertido en realidad. Aprendizaje infinito. Estos 37 días inmerso en la cultura sudafricana significaron cualquier cantidad de quejas -siempre he sido un inconforme por naturaleza-, pero todo lo que no me pareció y aquello que me agradó, ha significado un aprendizaje y una madurez que me servirá para siempre y que llevaré con enorme satisfacción a donde quiera que vaya. A ese lugar, tan lleno de contrastes, tan rico en historias y tan aleccionador como el que más, le estaré infinitamente agradecido.
Después de escribir esas líneas, que anticipo darán de qué hablar a mis queridos trolls, me concentraré en los deseos insatisfechos. Aquí vamos a estar casi todos de acuerdo. El futbol de la Copa del Mundo nos llevó a obtener una dolorosa conclusión: el juego se parece cada vez más al ideal de los técnicos y cada vez menos al juego que más disfrutan los aficionados. En Sudáfrica 2010, el espectáculo apareció a cuentagotas. El drama de las finales ayudó a disminuir los cuestionamientos a este sentido, pero no nos engañemos: el futbol presenta cada vez menos emociones sobre el rectángulo verde y cada vez más una paridad que de tan notable deriva en el aburrimiento de los espectadores.
Contra mi costumbre, quise ser optimista en Twitter. Califiqué con un 7.5 lo que nos entregó la Copa del Mundo en el rubro estrictamente futbolístico. Me fui, según ustedes, demasiado alto. Salvo un valiente, optimista o que padece de ceguera voluntaria -no sé cómo llamarlo-, que entregó una calificación de 8, el resto fue de 7 para abajo. Las individualidades casi nunca aparecieron. El vistoso Brasil apostó por ser mecánico y terminó fracasando. Holanda, habitual apostador del espectáculo, optó por la practicidad y se quedó más arriba que de costumbre, pero igual fracasó. Con estos dos casos inclinándose por el futbol sistemático y predecible, nos quedó un Mundial demasiado parejo, en los que la llegada a los tiempos extra se daba más por nulos ataques que por una cruenta batalla por herir al rival .
Debemos estar agradecidos con Gyan por la falla monumental desde los once pasos. Aplaudir el esfuerzo del artillero convertido en portero que realizó Luis Suárez. El dolor de la eliminación italiana. La fuerza de Ghana… fueron estos elementos de drama los que le dieron sabor a Sudáfrica 2010. Ahora, una pregunta directa: ¿qué habría sido de este Mundial sin el dramatismo? Si quitamos este elemento, estaríamos ante la Copa del Mundo más pobre en emociones desde hace muchos años. Eso sí que me preocupa, aunque ello no impida que siga extrañando la oportunidad de vivir sumergido en un maratón de partidos entre los mejores equipos del mundo.

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