FRANCIA: Hugo Lloris; Benjamin Pavard, Raphael Varane, Samuel Umtiti, Lucas Hernández; Paul Pogba, N’Golo Kante, Blaise Matuidi (Corentin Tolisso, 86´); Kylian Mbappé, Olivier Giroud (Steven N’Zonzi, 85´), Antoine Griezmann.
BÉLGICA: Thibaut Courtois; Nacer Chadli (Michy Batshuayi, 90 + 1´), Toby Alderweireld, Vincent Kompany, Jan Vertonghen; Axel Witsel, Moussa Dembele (Dries Mertens, 60´), Marouane Fellaini (Yannick Carrasco, 80´); Kevin De Bruyne, Romelu Lukaku, Eden Hazard.
La diversidad étnica de la selección francesa es un tema manido desde que obtuvieron su único Mundial en 1998 y más ahora que los cuatro semifinalistas de Rusia 2018 tienen este denominador común. El valor agregado de Les Bleus al respecto es que un asunto demográfico y hasta sociopolítico lo han logrado convertir en un modelo de juego que en torneos de selecciones aumenta las probabilidades de éxito de manera considerable. El derroche físico de unos por la pausa de otros consiguen un manejo de los compases de los partidos de tal forma que el proceso de Didier Deschamps, sin decir mucho en la cancha, ha llegado a dos finales al hilo. Porque eso es lo que buscan.
El Mundial no lo gana el mejor equipo en relación a su sistema de juego o la calidad de sus convocados sino el que sabe adaptarse a los múltiples escenarios que se presentan y aprovecha ese significativo porcentaje de suerte que siempre existe. Contra Uruguay, Francia tuvo que disponer de la pelota mucho tiempo y no le incomodó pese a que a la vista su ataque posicional no fuera ortodoxo. Lo que hacía era ahorrar energías para atacar cuando la ocasión lo ameritaba. Eso explica que Mbappé corra tan poco durante los partidos: concentra sus esfuerzos en los momentos apremiantes y así no hay quien lo pare en carrera.
Hoy contra Bélgica existía la disyuntiva de si Deschamps debía recurrir a un plan similar al de cuartos contra Uruguay o al de octavos contra Argentina. La sorpresa en el once de Roberto Martínez aclaró esa duda existencial: Moussa Dembele por el suspendido Thomas Meunier. Era evidente que los Diablos Rojos buscarían la pelota pero su juego no sería tan simple, sino tan complejo como lo fue contra Brasil, una cátedra táctica para la posteridad. Sin balón, Bélgica se formó en 4-3-3 con Chadli de lateral derecho y De Bruyne de extremo por ese costado, mientras que Marouane Fellaini como interior izquierdo vigiló siempre a Paul Pogba para entorpecer lo que Uruguay no pudo, que fueron las asociaciones suyas con Pavard y Griezmann sobre ese sector.
Francia supo que podía caer en la trampa y entonces optó por recular y ceder la iniciativa. No quería sufrir con los manos a manos de Hazard a campo abierto ni con las ríspidas disputas en las que Lukaku somete a los centrales, lo que más le cuesta a Varane. Entonces Bélgica, otro camaleón, mutó a una línea de tres centrales que se emparejó con el tridente Mbappé, Giroud y Griezmann. La transformación buscó tres superioridades: el mano a mano de Hazard con Pavard, Fellaini a segundo palo y Vertonghen obstaculizando a Mbappé hacia Courtois. Martínez, otra vez, estaba triunfando excepcionalmente, pero con un costo carísimo: perderla constantemente en el centro del campo, donde menos conviene.
Kante y Matuidi abarcan una inmensidad de metros que, con el apoyo de Giroud como una especie de delantero defensivo, permiten que Paul Pogba reciba el balón robado y lance al espacio a Mbappé o al pie a Griezmann. En el Mundial de las transiciones que han pulverizado los ataques posicionales, Francia es el rey. Si se creía que el 4-4-2 o incluso el 4-5-1 bastaban para replegarse, pues no, el 4-3-3 dinámico, con tres mediocampistas más tres atacantes intimidando al espacio, ha hecho acto de presencia en varios partidos con planteamientos muy certeros. Bélgica generaba una superioridad en salida con sus centrales y Dembele y Witsel contra los tres galos de arriba pero no servía de nada puesto que los centrocampistas rivales tenían menos trabajo que hacer.
La carta de Hazard como carrilero se quemó muy rápido porque recibió el balón demasiado atrás y contra muchos marcadores. Además, él es un generador de ventajas como pocos, que gracias a su conducción y regate le crea espacios a sus compañeros, pero no es un aluvión de ocasiones para sí mismo. Si el sistema le pide números, la cosa va mal. Su talento resultó insuficiente y a cada momento Bélgica la perdió en medio y a correr hacia atrás. Tanto tentar al contragolpe francés terminó con Umtiti en un tiro de esquina echando por la borda uno de los principales activos belgas: la cabeza de Fellaini. Ni la estatura ni la cabellera de Marouane sirvieron ante el anticipo del central francés.
Generalmente se considera que el equipo que se encierra es el que más corre. Hay excepciones que, a lo mejor, confirman la regla. En este partido tanto Francia como Bélgica corrieron casi lo mismo (102 kilómetros redondeados, según la FIFA) y, tal como lo mencionó el entrenador Jacques Passy, se vio que el que menos se cansó fue el que regaló la pelota. Cuando sabes a lo que juegas, el desgaste mental es mucho menor y por consiguiente el desgaste físico. Así fue como Deschamps no recurrió al banquillo durante más de 80 minutos y sus jugadores soportaron el golpeo de balón de Kevin De Bruyne en la última media hora. Francia llegará muy fresca a la final, posiblemente sin llenar al ojo todavía, pero está ganando todos los frentes y marcando tendencias que seguir o derribar en el fútbol del futuro.
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