Italia nos mandó a casa. Fue un clásico en otro tiempo y una realidad dolorosa en el presente. La Selección encadenó un segundo fracaso en una gran cita y despidió sin honores a Del Bosque, el técnico más laureado de su historia. El tiempo dirá si la Selección ha emprendido un regreso al Medievo. Quizá no, pero probablemente se abrirá un debate sobre el modelo. O el estilo con el que encontramos nuestro lugar en el mundo ha caducado o se han acabado los futbolistas capaces de lucirlo. También puede que España, simplemente, tenga una mandíbula de cristal, la que le quebró el gol de Perisic y de la que abusó Italia.
Desconfíen de las apariencias. Italia es una fiera, en tiempos de carestía (estos) o de opulencia, en la salud y en la enfermedad. La de Conte es una selección sin vanidades, a su imagen y semejanza, con peones y sin reyes. Intimida desde que canta el himno. Táctica y vehemente a la vez, con un increíble sentido del deber. Y con una geografía que a España le ha resultado inabordable de forma recurrente. Su puesta en escena resultó impecable, lejos de ese catenaccio de vanguardia que se adivinaba en la víspera.
Sus centrales ponen en marcha la maquinaria de guerra, se mueven de forma mancomunada, emergen impenetrables y tienen buena salida de balón. De Rossi, mediocentro con juego en largo y en corto, se pone para todos. Parolo y Giaccherini ofrecen ida y vuelta. De Sciglio, que empezó el torneo en el banquillo, fue un lateral de larguísimo alcance y una provisión permanente de balones en el área. Pellé, al que el fútbol italiano tardó en ver, resultó una hormigonera imparable. Fantástico en el juego de espaldas, fue siempre solución dentro y fuera del área. Una selección fabricada en los altos hornos, pero con pretensiones.
Atacó y defendió en manada desde el principio y provocó la invalidez del centro del campo español, en el que Iniesta y Silva tocaron mucho y no progresaron nada, encerrados en aquel mar azul, en aquel efecto montonera que hizo intransitable el tiquitaca. Cesc ni armó ni llegó y Nolito e Morata asistieron sin participación a aquella ópera. Ese juego de toque de la Selección, sin velocidad, sin intención, resultó un pelmazo.
La primera mitad se convirtió en un suplicio. Italia, con De Rossi al volante, se cansó de avisar. Un cabezazo de Pellé que se tragó Busquets; una chilena invalidada a Giaccherini que topó en el palo; una irrupción de Parolo que se marchó fuera; un despeje de Ramos que iba para autogol. Y, finalmente, el tanto de Chiellini, castigo a una cadena de pecados: falta innecesaria de Ramos y desatención colectiva al rechace de De Gea a tiro de Eder al que llegaron Giaccherini primero y el central después. Un gol para resumir un baño de un equipo anímica, física y tácticamente superior. Un repaso dulcificado por el mejor De Gea.
Con la soga al cuello, Del Bosque pegó un volantazo. Metió a Aduriz para darle una preocupación a los tres tenores de Buffon y desplazó a Morata a la izquierda. Esa medida y un sentido más aventurero del juego de España hizo girar el partido. Juanfran se atrevió mucho en la derecha, Silva salió de la madriguera, Aduriz trajo el plus de la combatividad. La Selección atacó más y mejor, pero siguió defendiendo con el mismo desacierto, con los mismos descuidos, dejando espacios, abandonándose en todos los duelos ante Pellé, descuidando la espalda. A un cabezazo franco de Morata a las manos de Buffon le siguió un mano a mano que Eder, con todo a favor, perdió con De Gea.
La acción corrió de un área a otra, una buena noticia dadas las circunstancias. Más con la entrada de Lucas Vázquez, que relevó a Morata. Un cambio bajo sospecha vista la resurrección del canterano del Madrid tras el descanso y el apagón de Cesc. Un zurdazo de Aduriz amagó con el empate. También un cabezazo de Ramos, una volea de Iniesta, un zapatazo de Piqué, con Italia ya muy venida a menos, quizá en la versión que realmente le corresponde, quizá exhausta a cuenta de la exhibición de la primera mitad. Sobre aquel toque de queda azzurro lanzó España una carga final sin premio. Buffon le sacó a Piqué la mano que nos dice adiós. Y Pellé nos puso en el avión de vuelta. Como en el 94. Como tantas veces que creímos haber olvidado.
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