No voy a mentir: acudí sin esperar mucho a cambio de mi dinero. El discurrir del tiempo había terminado por provocar que mi vida continuara sin mayores expectativas. La ilusión del niño había sucumbido ante la dureza de una realidad en la que cada vez se recibía menos por mucho.
Esa noche no parecía distinta de las demás. Fiel a mi costumbre de ocupar un lugar preferencial, arribé acompañado de un par de amigos. De los tres, dos éramos seguidores frecuentes; el otro, un colado de última hora, aunque ello no impidiera que se mantuviera expectante.
Los minutos iniciales se consumieron sin mayor emoción. Mucho movimiento de piernas en medio de un ritmo semilento. Los presentes recurrían a los comentarios jocosos y matadores de tiempo para intentar opacar un aburrimiento disfrazado de profunda atención. Una velada como muchas: predecible y con un acto que no cumplía la función primaria de divertir.
El tedio personal me orilló a ir al baño en cuanto dejó de presentarse la danza sobre el terreno de juego. Estirarme después de pasar varios miles de segundos sentado sin mayor novedad derivó en un ejercicio que me hizo meditar si debía quedarme o si el valor de lo pagado no valía tanto como para seguir desperdiciando valiosos minutos de vida. Seguramente a ustedes les ha pasado: intenté dimensionar la inversión de tiempo y lo que estaba recibiendo hasta entonces.
Volví a mi asiento decidido a irme. Mis dos amigos, concentrados en el reinicio de la partida, insistieron en que lo mejor estaba por venir, como si no fuera ese el eterno engaño en que vivimos los aficionados. Siempre, cada que algo no va dentro de lo presupuestado, nos decimos que algo ocurrirá. Yo, como se los dije anteriormente, estaba en una postura amargada y escéptica. Aún así, por ese miedo a ser el que liquidara los planes, me dejé convencer, hundí mi cuerpo y me dispuse a malgastar una parte más de mi vida. Al fin que ya estaba habituado a ello.
Contra todos mis pronósticos, justo cuando reiniciaron mis quejas por el nulo espectáculo recibido, aparecieron dos piernas retando la gravedad. Con el porte presuntuoso de quien se sabe superior, apareció la jugada espectacular, el instante perpetuo. Fue una acción que me dejó impávido. Primero la izquierda, luego la derecha. Segundos que duran una eternidad, cadencia que rompe cualquier portería. Cinco segundos, sólo cinco, bastaron para que esa chilena me cautivara, para que comprendiera que en esa velada había encontrado a una mujer que jamás olvidaría, aunque ella nunca lo supiera.
Al salir de ese lugar en el que los hombres con poco o mucho dinero se sienten conquistadores, comprendí que esa chilena, con ese afrodisíaco movimiento de piernas y con ese cuerpo que rompía cualquier táctica, me había derrotado por goleada. No sólo me había dejado sin dinero para el resto de la quincena, también me había dejado claro que cada que volviera, acabaría siendo derrotado.
Comprendí, sin remedio alguno, que esa chilena sería para mí lo que era Hugo Sánchez en sus mejores tiempos para los oponentes: una bella forma de ser vencido una y otra vez
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