Pages

domingo, 22 de febrero de 2009

La Creacion de lo invisible

Como su nombre lo indica, la Nandrolona es una sustancia poco confiable que ayuda a correr pero puede provocar cáncer de hígado. Nadie la toma por su sabor. Lo malo es que a veces la selección te lleva de Australia a Corea y de ahí a Texas, y en algún sitio te dan de comer un pollo inflado con Nandrolona. Si eres uno de los dos elegidos para orinar después del juego, tu carrera está en peligro.

También se dan casos de atletas intoxicados, no por el azaroso consumo de pechugas en tres continentes, sino por el preparador físico. No es fácil consolar a un jugador que extraña a su familia o, peor aún, que no sabe lo que extraña y mira los muebles como si estuvieran en el último sitio de la tabla de clasificación. Para eso sirven las grageas motivacionales. Los futbolistas desayunan píldoras como para un banquete de astronautas. No todas son vitaminas; algunas son antioxidantes, otras son moradas. De estas últimas depende que el médico del equipo conserve su trabajo. Cuando el doctor dice que el dopaje no ayuda a jugar como Maradona, significa que receta estimulantes al límite de ser detectados.

En el futbol moderno un equipo dirime intereses millonarios dos veces a la semana. Esto ha llevado a una tensa relación entre los remedios químicos y el peligro de que sean descubiertos. Los turboenergéticos son el supersticioso recurso de laboratorio de una actividad donde Rivaldo, que desde hace un año camina como si hubiera pisado un nopal, debe correr el próximo domingo. Los tónicos se parecen a la vida después de la muerte: más vale creer en sus efectos por si acaso existen.

No hay equipo sin pastillas ni paranoia fisiológica. Para protegerse de un mundo contagioso que hace que el crack orine un misterio, las escuadras se concentran en reclusorios de cinco estrellas donde mastican milanesas rigurosamente vigiladas.

El temor al contacto sexual no es menos fuerte. Se sabe de entrenadores cuya principal táctica consiste en enviar flotillas de prostitutas al hotel del enemigo. Antes de lanzar su ataque, el entrenador da una plática de pizarrón: no se trata de satisfacer a los rivales, sino de reducirlos con la extenuante incomodidad de las películas porno.

El desgaste se evitaría permitiendo visitas conyugales en las concentraciones. Pero en el futbol casi todo es metafísico. Una sabiduría conventual indica que el jugador que eyacula en vísperas del partido se priva del deseo de sublimarse en esa versión trascendente del orgasmo que es el gol. A las verduras hervidas se agrega la dieta erótica.

Estos sufrimientos son menores comparados con la tortura verdadera, la circunstancia que domina la jornada de un futbolista y muchas veces decide su comportamiento: no hacer nada. En las concentraciones, un equipo consta de una veintena de uniformados que matan las horas como pueden. El Nintendo, los juegos de barajas y la contemplación del techo distraen un poco, pero pueden erosionar el cerebro en forma imperceptible hasta llevar a una pifia en la cancha o, peor aún, a anunciar talco para los pies.

La soledad de las concentraciones es grave, entre otras cosas, porque está muy compartida. Tus hijos son las fotos que te mandaste estampar en la piyama y tu compañero de cuarto es un olor demasiado próximo. Hasta los clubes arropados por Armani hacen que sus jugadores duerman en parejas. Los rigores del marcaje personal son una broma frente a esta obligada convivencia. En una ocasión le pregunté a un jugador profesional de qué hablaba con su compañero. La respuesta revela una de las ricas posibilidades de la psicopatología: "No habla conmigo. Habla con su pene. Le dice Ramón y le recuerda lo que han vivido juntos." No me extrañó que tiempo después el entrevistado, un hombre cortés y tranquilo, que usaba la palabra "pene" por deferencia ante los medios informativos, se convirtiera en suplente del equipo. Los monólogos que su compañero le dirigía a Ramón lo habían transformado en alguien que abanicaba balones y miraba cosas que no estaban en la cancha.

El futbolista debe combinar el narcisismo del que desea mostrarse a toda costa con la vocación de encierro de una monja de clausura y la capacidad de tolerar tatuajes y humores demasiado próximos de un presidiario.

Mientras los astros deambulan como zombis por los pasillos de un hotel, especulamos en lo que harán en el partido. Su apartamiento despierta profecías. Las palabras llenan las muchas horas en que el futbol está "vacío" o sólo consta de jugadores sin otra sustancia que el aburrimiento. Hablamos de lo que no vemos. Una vez que asistimos al partido, hablamos de lo que no supimos o no entendimos.

Las canchas tienen un sótano poblado de supersticiones, complejos, fobias, dramas, esperanzas. Algo ilocalizable y oscuro debe explicar por qué Morientes, un jugador sin otro lucimiento que la eficacia, deja de anotar durante mucho tiempo, negando su naturaleza, y cuando finalmente acierta empuja a Roberto Carlos para impedir que lo felicite, como si no mereciera otra celebración que el ultraje o como si recuperara la identidad para vengarse, no de los otros, sino de los suyos. Pero los misterios no entregan sus claves. La atracción del futbol depende de su renovada capacidad de hacerse incomprensible. Hay algo que no captamos pero existe, como el crecimiento del pasto o la circulación de la sangre. De pronto, Zidane encuentra un hueco y enfila hacia la nada: lo invisible es la certeza que nos consta.

No hay comentarios:

Publicar un comentario