El crack sólo existe rodeado de cierto dramatismo. Aunque las biografías de los futbolistas nunca son tan tristes como las de las patinadoras en hielo, hay que haber sufrido lo suficiente para tener ganas de patear al ángulo. En 1998, durante el Mundial de Francia, asistí a un entrenamiento de Brasil. De pronto, Giovanni y Rivaldo se apartaron del conjunto y jugaron a dispararle al larguero. Giovanni acertó 12 veces seguidas y Rivaldo 11. Ningún humano nace con tal capacidad de teledirección. Se requiere de un pasado roto o necesitado o muy extraño para alcanzar tan obsesivo virtuosismo. Como la caminata o el ballet, el futbol permite sublimar el sufrimiento con molestias físicas. Quienes tienen poca habilidad para convertir sus traumas en toques acaban de defensas; quienes tienen más problemas que talento, se especializan en la variante futbolística del performance: romper el juego y los tobillos.
Sabemos por Tolstoi que las familias felices no producen novelas. Tampoco producen futbolistas. Hace falta mucha sed de compensación para exhibirse ante 110 mil fanáticos en el Estadio Azteca y billones de curiosos en la mediósfera. El hombre canta ópera o rompe récords porque le pasó algo horrendo. En los juegos de conjunto, el sentido de la tragedia debe tocar a todo el colectivo. Pensemos en Holanda: su drama futbolístico estriba en carecer de drama. La patria de Rembrandt tiene suficientes claroscuros para provocar riñas en sus bares o hacer interesantes las novelas de Harry Mulisch; sin embargo, a sus futbolistas les falta una dosis de dolor para ganar partidos. El problema viene desde la legendaria Naranja Mecánica. En el Mundial de 1974 Holanda era una fábrica de goles tan rotunda que podía darse el lujo de alinear a un guardameta con más aptitudes de jardinero; su capitán, Johan Cruyff, usaba el número 14, entonces insólito o aun irreverente, y desafiaba las normas apareciendo en cualquier lugar del campo. El sistema rotativo del equipo rozaba el sadismo porque incluía a dos gemelos idénticos, los Van der Kerkhof, y uno confundía todo el tiempo a René con Willy. Holanda se impuso como una forma del futuro y llegó a la final contra Alemania, una escuadra veterana, más orgullosa de sus cicatrices que de sus facciones (algunos de sus gladiadores habían protagonizado épicas caídas: la final de Wembley, en 1966; la semifinal de México, en 1970). El juego avasallante de La Naranja Mecánica sólo era criticado con elocuencia por Anthony Burgess, a quien el futbol siempre le pareció una ordinariez y en esos días padecía que su novela se asociara, no sólo con una película que no le gustó gran cosa, sino con once neerlandeses en estado de sudoración. Para el resto de los comentaristas, Holanda simbolizaba el renacimiento en la cancha. Suspendamos el relato para que comparezca un concepto que involucra a la historia de las mentalidades y tal vez a la trasmigración de las almas: la tradición. A menudo sucede que un equipo pierde en un estadio porque siempre ha perdido en ese estadio. De poco sirve que llegue invicto en veinte partidos y con un centro delantero al que Nike le fabrica zapatos dorados. El azar o los dioses o los canijos vientos hacen que pierda en esa cancha. El determinismo de la tradición futbolística resulta abrumador. Puede suceder que todos los que fueron derrotados la vez anterior ya estén en otros equipos o se hayan retirado. Los nuevos sólo comparten con ellos la camiseta, pero la tradición arrebata balones decisivos. Aunque a veces estos mitos se derrumban, casi siempre definen el resultado. Algo así ocurrió en 1974. Holanda jugaba mejor pero carecía de la tradición que se adquiere haciendo gárgaras amargas. Alemania Federal cargaba con un juego predecible y mucho lastre; perdió contra Alemania Democrática, le ganó a duras penas a Chile, padecía la presión de un público que exigía motivos para ser pangermánico. Parecía difícil que se impusiera. Pero Alemania estaba apoyada por las sombras largas de los muchos que sufrieron en su nombre. Además, Holanda estaba contenta. Los futbolistas anaranjados bebían buen vino, fumaban un cigarro o dos en el descanso del partido, recibían las visitas de sus esposas o sus novias (o sus esposas y sus novias). Los alemanes llegaron a la final como deportados del frente ruso. Naturalmente, ganaron el partido.
Cuesta trabajo que Holanda se preocupe. En la Eurocopa 2000 fue la selección mejor afeitada del continente. Como jugaba en casa, las gradas se llenaron de alegres trompetistas. Un marco perfecto para un amistoso, no para la guerra. Cuando Kluivert falló dos penaltis en el mismo partido, las cámaras enfocaron al príncipe de Holanda: sonreía como si estuviera en una feria. La escena revela la poca repercusión que un chut fatal tiene en los Países Bajos. No vamos a encomiar aquí la antropología del desastre, pero en Brasil una situación equivalente hubiera llevado a varias sacerdotisas a decapitar gallos a mordiscos y a algunos discapacitados a arrojarse al agua con sus sillas de ruedas. Holanda sólo saldrá campeona cuando se deje afectar por complejos y frustraciones que hasta ahora desconoce.
El sentido de la tragedia inventa insólitos recursos; sin embargo, a veces el futbol se parece a la canción ranchera y lo bueno consiste, precisamente, en salir ultrajado: "¡Qué manera de perder...!" El francés Karembeu, que pasó por el Real Madrid en calidad de costoso suplente, se lleva todas las fotos cuando abandona el campo con una angustia épica, de jerarca recién destronado. No cae ante sus congéneres, cae ante el destino. Obviamente, esta sufriente manera de salir bien en las fotos le conviene más a los periodistas que al club.
Otros capitalizan aún mejor la tragedia. El portugués Victor Baia es un elegante cultivador de la indiferencia. Como los felices holandeses, el ex portero del Barcelona dedica sus mejores energías a afeitarse. Sus patillas parecen trazadas por Dalí. Tal vez por venir del país de la saudade, perfeccionó a tal grado su melancolía que luce espléndido cuando le anotan. Esta aproximación chic al desastre no ayuda a ganar partidos pero salva la reputación del mártir excelso.
El futbol ofrece tal repertorio de conductas que no hay modo de codificarlas, sobre todo porque muchas de ellas son hipócritas. Arena donde los egocéntricos declaran como hombres humillados y los virtuosos hacen cualquier cosa por engañar al árbitro, el futbol depende de simulaciones, en ocasiones tan naturalistas como la que protagonizó el portero de la selección chilena Roberto Cóndor Rojas, en septiembre de 1989. El teatro era Maracaná, y el motivo de la función, eliminarse para el Mundial de Italia. El 1 chileno salió al campo con una navaja escondida en uno de sus guantes. Al ver que difícilmente podrían remontar el 0-1 que les había endilgado Careca, aprovechó que una bengala pasó cerca de su portería para desplomarse; sin que nadie lo notara, se cortó la frente de un navajazo. Cuando el árbitro se acercó a atestiguar la sangre, el guardameta informó que había sido alcanzado por la bengala. Los chilenos se negaron a reanudar el partido. Aunque estaban condenados a una derrota de 1-0 por abandono, podían revertir el resultado en la mesa de negociaciones si comprobaban que no había condiciones para jugar. Lo más extraño de la historia es que Rojas acabó confesando. Actor al fin, no soportó sobrellevar su embuste sin ser reconocido. La fifa lo proscribió a perpetuidad del futbol profesional. En los montajes sobre la hierba, el que engaña una vez debe engañar siempre.
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