Supongo que al final de un torneo de ajedrez Karpov y Kasparov ven los rostros como una oportunidad de que la nariz se convierta en un caballo y se coma un ojo. Lo mismo pasa con el enfermo de futbol. Para desacreditar de una vez cualquier asomo de sensatez en estas páginas, confieso que una tarde de fiebre resolví que, si los jarabes fueran futbolistas, la más temible media cancha estaría integrada por los contundentes Robitussin, Breacol y Zorritón. El aficionado in extremis lleva una pelota entre los oídos. Rara vez trata de defender lo que piensa porque está demasiado nervioso pensando en lo que defiende. Cuando los suyos pisan el pasto, el mundo, el balón y la mente son una y la misma cosa. Con absoluto integrismo, el fanático reza o frota su pata de conejo; en ese momento Dios es redondo y bota en forma inesperada.
Sería exagerado decir que todas las minorías ajenas al futbol le profesan enemistad. A pesar de las obvias carencias de quienes creen que gritar "¡Síquitibum!" sirve de algo, hay quienes no honran al futbol con otra reacción que la indiferencia. Pero tampoco falta el que ofrece sus cerillos para que el futbol arda en hogueras ejemplares. Odiar puede ser un placer cultivable, y acaso las canchas cumplan la función secreta de molestar a quienes tienen honestas ganas de fastidiarse. Cada tanto, un Nostradamus sin otro apocalipsis en la agenda ve un partido, se chupa el dedo y decide que el viento sopla en pésima dirección. ¿Cómo es posible que las multitudes sucumban a un vicio tan menor? El diagnóstico empeora cuando el Mundial interrumpe las sobremesas y los matrimonios: los amigos que parecían lúcidos hablan de croatas impronunciables. Sin embargo, despotricar contra los malos gustos es inútil; nuestra amiga María preferirá hasta la eternidad los mangos verdes y Nicole Kidman galanes imposibles de elogiar.
El oficio de chutar balones está plagado de lacras. Levantemos veloz inventario de lo que no se alivia con el botiquín del masajista: el nacionalismo, la violencia en los estadios, la comercialización de la especie y lo mal que nos vemos con la cara pintada. Todo esto merece un obvio voto de censura. Pero no se puede luchar contra el gusto de figurarnos cosas. Cada aficionado encuentra en el partido un placer o una perversión a su medida. En un mundo donde el erotismo va de la poesía cátara a los calzones comestibles, no es casual que se diversifiquen las reacciones. Los irlandeses aceptan el bajo rendimiento de su selección como un estupendo motivo para beber cerveza, los mexicanos nos celebramos a nosotros para no tener que celebrar a nuestro equipo, los brasileños enjugan sus lágrimas en banderas king-size cuando sólo consiguen el subcampeonato y los italianos lanzan el televisor por la ventana si Baggio falla un penal.
El hombre en trance futbolístico sucumbe a un frenesí difícil de asociar con la razón pura. En sus mejores momentos, recupera una porción de infancia, el reino primigenio donde las hazañas tienen reglas pero dependen de caprichos, y donde algunas veces, bajo una lluvia oblicua o un sol de justicia, alguien anota un gol como si matara un leopardo y enciende las antorchas de la tribu.
En sus peores momentos, el fan del futbol es un idiota con la boca abierta ante un sándwich y la cabeza llena de datos inservibles. Es obvio que la Ilustración no ocurrió para idolatrar héroes cuyas estampas aparecen en paquetes de galletas ni para aceptar el nirvana que suspende el juicio y la mordida. La verdad, cuesta trabajo asociar a estos aficionados con los rigores del planeta posindustrial. Pero están ahí y no hay forma de cambiarlos por otros.
En sociedades descompuestas Hamlet es una incitación a matar padrastros y el futbol a cometer actos vandálicos o declarar la guerra. Para ser legítimas, las taras de los hinchas deben resultar tan inofensivas como la costumbre que los futbolistas tienen de escupir. Quienes hemos corrido infructuosamente tras un balón sabemos que escupir no sirve para nada, pero escupimos. Se trata de un mantra,como el del tenista que se concentra acariciando las cuerdas de su ra-queta, sólo que más guarro. Llegamos a un punto esencial: si combatir al futbol es tan infructuoso como perder el ánimo ante la supervivencia de las estudiantinas, elogiarlo carece de efecto proselitista. Nadie se convence "en teoría" de extasiarse con un gol. Hablar de un entusiasmo tan compartido y vulgar depende de otras claves: alargar en palabras los prodigios instantáneos, imaginarlos minuciosamente hasta que se conviertan en un dominio autónomo, un edén podado al ras. En suma: sustituir a un Dios con prestaciones que no trabaja los domingos.
En los partidos de mi infancia, el hecho fundamental fue que los narró Ángel Fernández, capaz de transformar un juego sin gloria en una trifulca legendaria.
Las crónicas de fut comprometen tanto a la imaginación que algunos de los grandes rapsodas han contado partidos que no vieron; casi ciego, Cristino Lorenzo fabulaba desde el Café Tupinamba; el Mago Septién y otros pocos lograron inventar gestas de beisbol, box o futbol, a partir de los escuetos datos que llegaban por telegrama a la estación de radio.
Por desgracia, no siempre es posible que Homero tenga gafete de acreditación en el Mundial y muchas narraciones carecen de interés. Pero nada frena a pregoneros, teóricos y evangelistas. El futbol exige palabras, no sólo las de los profesionales, sino las de cualquier aficionado provisto del atributo suficiente y dramático de tener boca. ¿Por qué no nos callamos de una vez? Porque el futbol está lleno de cosas que francamente no se entienden. Un genio curtido en mil batallas roza con el calcetín la pelota que hasta el cronista hubiera empujado a las redes; un portero que había mostrado nervios de cableado de cobre, sale a jugar con guantes de mantequilla; el equipo forjado a fuego lento, pierde de golpe la química o la actitud o como se le quiera llamar a la misteriosa energía que reúne a once soledades. Los periodistas de la fuente deben dar respuestas con detalles que las hagan verosímiles: el abductor frotado con ungüento erróneo, la camiseta sustituta del equipo (es horrible y provoca que fallen penaltis), el osito que el portero usa de mascota y fue pateado por un fotógrafo de otro periódico.
El novelista que analiza tobillos eminentes puede ensayar conjeturas más desaforadas e indemostrables. Ya lo dijo Nelson Rodrigues: "Si los datos no nos apoyan, peor para los datos." La indagación literaria del futbol parte de un presupuesto: la mente decide los partidos y jamás sabremos cómo opera. Lo importante resulta imponderable; los lances no derivan del rendimiento atlético sino de una habilidad secreta. Zidane filtra el balón a un hueco donde no ocurre nada pero ocurrirá Raúl; Romario hace un quiebre y prepara el perfil izquierdo: todos los ojos del estadio miran el ángulo equivocado; Valderrama se detiene, baja los brazos y duerme de pie, su siesta representa la forma más sorpresiva del ataque: la pausa.
Al escrutar estos asombros, el cronista renuncia a tener la razón absoluta; juega contra su sombra al modo de Gesualdo Bufalino: "Cada día lanzo penaltis contra mí mismo. Por gracia o por desgracia doy siempre en el poste." El futbol es una condición subjetiva. Imposible saber si acertamos al interpretarlo. No hay solución a la infinita tarea de confundir el balón con la cabeza.
Eso tiene que ver con lo mal relatado que está el fútbol, y este es el mejor sitio para decirlo porque están presentes todos aquellos que nos sirven en bandeja el gran relato del fútbol.
domingo, 22 de febrero de 2009
El sentido de la tragedia
El crack sólo existe rodeado de cierto dramatismo. Aunque las biografías de los futbolistas nunca son tan tristes como las de las patinadoras en hielo, hay que haber sufrido lo suficiente para tener ganas de patear al ángulo. En 1998, durante el Mundial de Francia, asistí a un entrenamiento de Brasil. De pronto, Giovanni y Rivaldo se apartaron del conjunto y jugaron a dispararle al larguero. Giovanni acertó 12 veces seguidas y Rivaldo 11. Ningún humano nace con tal capacidad de teledirección. Se requiere de un pasado roto o necesitado o muy extraño para alcanzar tan obsesivo virtuosismo. Como la caminata o el ballet, el futbol permite sublimar el sufrimiento con molestias físicas. Quienes tienen poca habilidad para convertir sus traumas en toques acaban de defensas; quienes tienen más problemas que talento, se especializan en la variante futbolística del performance: romper el juego y los tobillos.
Sabemos por Tolstoi que las familias felices no producen novelas. Tampoco producen futbolistas. Hace falta mucha sed de compensación para exhibirse ante 110 mil fanáticos en el Estadio Azteca y billones de curiosos en la mediósfera. El hombre canta ópera o rompe récords porque le pasó algo horrendo. En los juegos de conjunto, el sentido de la tragedia debe tocar a todo el colectivo. Pensemos en Holanda: su drama futbolístico estriba en carecer de drama. La patria de Rembrandt tiene suficientes claroscuros para provocar riñas en sus bares o hacer interesantes las novelas de Harry Mulisch; sin embargo, a sus futbolistas les falta una dosis de dolor para ganar partidos. El problema viene desde la legendaria Naranja Mecánica. En el Mundial de 1974 Holanda era una fábrica de goles tan rotunda que podía darse el lujo de alinear a un guardameta con más aptitudes de jardinero; su capitán, Johan Cruyff, usaba el número 14, entonces insólito o aun irreverente, y desafiaba las normas apareciendo en cualquier lugar del campo. El sistema rotativo del equipo rozaba el sadismo porque incluía a dos gemelos idénticos, los Van der Kerkhof, y uno confundía todo el tiempo a René con Willy. Holanda se impuso como una forma del futuro y llegó a la final contra Alemania, una escuadra veterana, más orgullosa de sus cicatrices que de sus facciones (algunos de sus gladiadores habían protagonizado épicas caídas: la final de Wembley, en 1966; la semifinal de México, en 1970). El juego avasallante de La Naranja Mecánica sólo era criticado con elocuencia por Anthony Burgess, a quien el futbol siempre le pareció una ordinariez y en esos días padecía que su novela se asociara, no sólo con una película que no le gustó gran cosa, sino con once neerlandeses en estado de sudoración. Para el resto de los comentaristas, Holanda simbolizaba el renacimiento en la cancha. Suspendamos el relato para que comparezca un concepto que involucra a la historia de las mentalidades y tal vez a la trasmigración de las almas: la tradición. A menudo sucede que un equipo pierde en un estadio porque siempre ha perdido en ese estadio. De poco sirve que llegue invicto en veinte partidos y con un centro delantero al que Nike le fabrica zapatos dorados. El azar o los dioses o los canijos vientos hacen que pierda en esa cancha. El determinismo de la tradición futbolística resulta abrumador. Puede suceder que todos los que fueron derrotados la vez anterior ya estén en otros equipos o se hayan retirado. Los nuevos sólo comparten con ellos la camiseta, pero la tradición arrebata balones decisivos. Aunque a veces estos mitos se derrumban, casi siempre definen el resultado. Algo así ocurrió en 1974. Holanda jugaba mejor pero carecía de la tradición que se adquiere haciendo gárgaras amargas. Alemania Federal cargaba con un juego predecible y mucho lastre; perdió contra Alemania Democrática, le ganó a duras penas a Chile, padecía la presión de un público que exigía motivos para ser pangermánico. Parecía difícil que se impusiera. Pero Alemania estaba apoyada por las sombras largas de los muchos que sufrieron en su nombre. Además, Holanda estaba contenta. Los futbolistas anaranjados bebían buen vino, fumaban un cigarro o dos en el descanso del partido, recibían las visitas de sus esposas o sus novias (o sus esposas y sus novias). Los alemanes llegaron a la final como deportados del frente ruso. Naturalmente, ganaron el partido.
Cuesta trabajo que Holanda se preocupe. En la Eurocopa 2000 fue la selección mejor afeitada del continente. Como jugaba en casa, las gradas se llenaron de alegres trompetistas. Un marco perfecto para un amistoso, no para la guerra. Cuando Kluivert falló dos penaltis en el mismo partido, las cámaras enfocaron al príncipe de Holanda: sonreía como si estuviera en una feria. La escena revela la poca repercusión que un chut fatal tiene en los Países Bajos. No vamos a encomiar aquí la antropología del desastre, pero en Brasil una situación equivalente hubiera llevado a varias sacerdotisas a decapitar gallos a mordiscos y a algunos discapacitados a arrojarse al agua con sus sillas de ruedas. Holanda sólo saldrá campeona cuando se deje afectar por complejos y frustraciones que hasta ahora desconoce.
El sentido de la tragedia inventa insólitos recursos; sin embargo, a veces el futbol se parece a la canción ranchera y lo bueno consiste, precisamente, en salir ultrajado: "¡Qué manera de perder...!" El francés Karembeu, que pasó por el Real Madrid en calidad de costoso suplente, se lleva todas las fotos cuando abandona el campo con una angustia épica, de jerarca recién destronado. No cae ante sus congéneres, cae ante el destino. Obviamente, esta sufriente manera de salir bien en las fotos le conviene más a los periodistas que al club.
Otros capitalizan aún mejor la tragedia. El portugués Victor Baia es un elegante cultivador de la indiferencia. Como los felices holandeses, el ex portero del Barcelona dedica sus mejores energías a afeitarse. Sus patillas parecen trazadas por Dalí. Tal vez por venir del país de la saudade, perfeccionó a tal grado su melancolía que luce espléndido cuando le anotan. Esta aproximación chic al desastre no ayuda a ganar partidos pero salva la reputación del mártir excelso.
El futbol ofrece tal repertorio de conductas que no hay modo de codificarlas, sobre todo porque muchas de ellas son hipócritas. Arena donde los egocéntricos declaran como hombres humillados y los virtuosos hacen cualquier cosa por engañar al árbitro, el futbol depende de simulaciones, en ocasiones tan naturalistas como la que protagonizó el portero de la selección chilena Roberto Cóndor Rojas, en septiembre de 1989. El teatro era Maracaná, y el motivo de la función, eliminarse para el Mundial de Italia. El 1 chileno salió al campo con una navaja escondida en uno de sus guantes. Al ver que difícilmente podrían remontar el 0-1 que les había endilgado Careca, aprovechó que una bengala pasó cerca de su portería para desplomarse; sin que nadie lo notara, se cortó la frente de un navajazo. Cuando el árbitro se acercó a atestiguar la sangre, el guardameta informó que había sido alcanzado por la bengala. Los chilenos se negaron a reanudar el partido. Aunque estaban condenados a una derrota de 1-0 por abandono, podían revertir el resultado en la mesa de negociaciones si comprobaban que no había condiciones para jugar. Lo más extraño de la historia es que Rojas acabó confesando. Actor al fin, no soportó sobrellevar su embuste sin ser reconocido. La fifa lo proscribió a perpetuidad del futbol profesional. En los montajes sobre la hierba, el que engaña una vez debe engañar siempre.
Sabemos por Tolstoi que las familias felices no producen novelas. Tampoco producen futbolistas. Hace falta mucha sed de compensación para exhibirse ante 110 mil fanáticos en el Estadio Azteca y billones de curiosos en la mediósfera. El hombre canta ópera o rompe récords porque le pasó algo horrendo. En los juegos de conjunto, el sentido de la tragedia debe tocar a todo el colectivo. Pensemos en Holanda: su drama futbolístico estriba en carecer de drama. La patria de Rembrandt tiene suficientes claroscuros para provocar riñas en sus bares o hacer interesantes las novelas de Harry Mulisch; sin embargo, a sus futbolistas les falta una dosis de dolor para ganar partidos. El problema viene desde la legendaria Naranja Mecánica. En el Mundial de 1974 Holanda era una fábrica de goles tan rotunda que podía darse el lujo de alinear a un guardameta con más aptitudes de jardinero; su capitán, Johan Cruyff, usaba el número 14, entonces insólito o aun irreverente, y desafiaba las normas apareciendo en cualquier lugar del campo. El sistema rotativo del equipo rozaba el sadismo porque incluía a dos gemelos idénticos, los Van der Kerkhof, y uno confundía todo el tiempo a René con Willy. Holanda se impuso como una forma del futuro y llegó a la final contra Alemania, una escuadra veterana, más orgullosa de sus cicatrices que de sus facciones (algunos de sus gladiadores habían protagonizado épicas caídas: la final de Wembley, en 1966; la semifinal de México, en 1970). El juego avasallante de La Naranja Mecánica sólo era criticado con elocuencia por Anthony Burgess, a quien el futbol siempre le pareció una ordinariez y en esos días padecía que su novela se asociara, no sólo con una película que no le gustó gran cosa, sino con once neerlandeses en estado de sudoración. Para el resto de los comentaristas, Holanda simbolizaba el renacimiento en la cancha. Suspendamos el relato para que comparezca un concepto que involucra a la historia de las mentalidades y tal vez a la trasmigración de las almas: la tradición. A menudo sucede que un equipo pierde en un estadio porque siempre ha perdido en ese estadio. De poco sirve que llegue invicto en veinte partidos y con un centro delantero al que Nike le fabrica zapatos dorados. El azar o los dioses o los canijos vientos hacen que pierda en esa cancha. El determinismo de la tradición futbolística resulta abrumador. Puede suceder que todos los que fueron derrotados la vez anterior ya estén en otros equipos o se hayan retirado. Los nuevos sólo comparten con ellos la camiseta, pero la tradición arrebata balones decisivos. Aunque a veces estos mitos se derrumban, casi siempre definen el resultado. Algo así ocurrió en 1974. Holanda jugaba mejor pero carecía de la tradición que se adquiere haciendo gárgaras amargas. Alemania Federal cargaba con un juego predecible y mucho lastre; perdió contra Alemania Democrática, le ganó a duras penas a Chile, padecía la presión de un público que exigía motivos para ser pangermánico. Parecía difícil que se impusiera. Pero Alemania estaba apoyada por las sombras largas de los muchos que sufrieron en su nombre. Además, Holanda estaba contenta. Los futbolistas anaranjados bebían buen vino, fumaban un cigarro o dos en el descanso del partido, recibían las visitas de sus esposas o sus novias (o sus esposas y sus novias). Los alemanes llegaron a la final como deportados del frente ruso. Naturalmente, ganaron el partido.
Cuesta trabajo que Holanda se preocupe. En la Eurocopa 2000 fue la selección mejor afeitada del continente. Como jugaba en casa, las gradas se llenaron de alegres trompetistas. Un marco perfecto para un amistoso, no para la guerra. Cuando Kluivert falló dos penaltis en el mismo partido, las cámaras enfocaron al príncipe de Holanda: sonreía como si estuviera en una feria. La escena revela la poca repercusión que un chut fatal tiene en los Países Bajos. No vamos a encomiar aquí la antropología del desastre, pero en Brasil una situación equivalente hubiera llevado a varias sacerdotisas a decapitar gallos a mordiscos y a algunos discapacitados a arrojarse al agua con sus sillas de ruedas. Holanda sólo saldrá campeona cuando se deje afectar por complejos y frustraciones que hasta ahora desconoce.
El sentido de la tragedia inventa insólitos recursos; sin embargo, a veces el futbol se parece a la canción ranchera y lo bueno consiste, precisamente, en salir ultrajado: "¡Qué manera de perder...!" El francés Karembeu, que pasó por el Real Madrid en calidad de costoso suplente, se lleva todas las fotos cuando abandona el campo con una angustia épica, de jerarca recién destronado. No cae ante sus congéneres, cae ante el destino. Obviamente, esta sufriente manera de salir bien en las fotos le conviene más a los periodistas que al club.
Otros capitalizan aún mejor la tragedia. El portugués Victor Baia es un elegante cultivador de la indiferencia. Como los felices holandeses, el ex portero del Barcelona dedica sus mejores energías a afeitarse. Sus patillas parecen trazadas por Dalí. Tal vez por venir del país de la saudade, perfeccionó a tal grado su melancolía que luce espléndido cuando le anotan. Esta aproximación chic al desastre no ayuda a ganar partidos pero salva la reputación del mártir excelso.
El futbol ofrece tal repertorio de conductas que no hay modo de codificarlas, sobre todo porque muchas de ellas son hipócritas. Arena donde los egocéntricos declaran como hombres humillados y los virtuosos hacen cualquier cosa por engañar al árbitro, el futbol depende de simulaciones, en ocasiones tan naturalistas como la que protagonizó el portero de la selección chilena Roberto Cóndor Rojas, en septiembre de 1989. El teatro era Maracaná, y el motivo de la función, eliminarse para el Mundial de Italia. El 1 chileno salió al campo con una navaja escondida en uno de sus guantes. Al ver que difícilmente podrían remontar el 0-1 que les había endilgado Careca, aprovechó que una bengala pasó cerca de su portería para desplomarse; sin que nadie lo notara, se cortó la frente de un navajazo. Cuando el árbitro se acercó a atestiguar la sangre, el guardameta informó que había sido alcanzado por la bengala. Los chilenos se negaron a reanudar el partido. Aunque estaban condenados a una derrota de 1-0 por abandono, podían revertir el resultado en la mesa de negociaciones si comprobaban que no había condiciones para jugar. Lo más extraño de la historia es que Rojas acabó confesando. Actor al fin, no soportó sobrellevar su embuste sin ser reconocido. La fifa lo proscribió a perpetuidad del futbol profesional. En los montajes sobre la hierba, el que engaña una vez debe engañar siempre.
Futbol Teatral
Hace años conocí a un hombre que había muerto doscientas veces. Trabajaba de doble en películas de narcos y traileras o en ocasionales westerns filmados en Durango. Era experto en rodar por escaleras, caer de balcones y ser atropellado. Se retiró por un problema en la columna y procuró aliviarlo con analgésicos que le causaron una úlcera, saldo bastante benévolo en su línea de trabajo.
Aquel profesional de la muerte fotogénica podría haber sido futbolista. Ningún otro deporte admite tan alta cuota de histrionismo. De pronto, un delantero vuela por los aires, cae con espectacular pirueta, rueda sobre el pasto, se lleva las manos al rostro y se convulsiona en espera de que el árbitro saque la tarjeta roja o de perdida la amarilla.
¿Qué ocurre con el atleta en estado de estertor? Es atendido con una esponja húmeda en la frente y buches de agua. En unos segundos se recupera sin otra calamidad que el pelo empapado y la camiseta desfajada. Escenario de la resurrección, el futbol ofrece seres agonizantes que vuelven a correr. Cuando la patada de veras da en el blanco, el agraviado se queda quieto.
El faul simulado pertenece a la costumbre. Como también los árbitros ven televisión, saben quiénes son los más propensos a venirse abajo, y a veces no les marcan ni las faltas verdaderas: el silbante confunde al herido con un contorsionista y lo amonesta con el orgullo de quien devela una placa de cien representaciones.
En el beisbol sería impensable que un bateador se tirara alegando que el pícher lo golpeó con una pelota invisible; en el futbol americano ningún fullback detiene su carrera para fingir que un defensivo lo trata con "rudeza innecesaria". Sólo el futbol fomenta las faltas imaginarias. En parte, esto se debe a que sus jueces se equivocan más. El pícaro de guardia puede sacar ventaja del sudoroso hombre de negro que lo vigila a extenuantes veinte metros de distancia.
Un lance de Francia 98 ayuda a comprender el poderío de la pantomima. Diego Simeone, el argentino que ha sido símbolo de entrega en el Atlético de Madrid y el Inter de Milán, mostró su amor a las candilejas en el partido contra Inglaterra. La justa había despertado tanto interés como si ahí se dirimiera el destino de las Malvinas. El primer tiempo rebasó todas las expectativas con un peleado 2 a 2 y un gol de museo del novato Michael Owen. Sin embargo, en el segundo acto David Beckham, dueño de un refinamiento en el chut sólo superado por su corte de pelo, sufrió un encontronazo con el Cholo Simeone. Beckham le lanzó una patada discreta pero intencionada. Hasta aquí todo entraba en la rijosa lógica del reino animal. Entonces llegó la isabelina venganza de Simeone: el Cholo se desplomó como un ensartado Mercutio. Gracias a este gesto, la merecida tarjeta de amonestación alcanzó el rubor de la expulsión. Un par de años después, con motivo de un Manchester-Inter, que volvió a enfrentar a Beckham y a Simeone, el argentino reconoció su treta. Si uno de los mejores se disfraza de comediante, ya podemos suponer lo que ocurre con quienes no disponen de otro recurso que el dramatismo. Como aquel doble que sucumbió doscientas veces, ciertos futbolistas sobreviven a base de muertes transitorias.
Aquel profesional de la muerte fotogénica podría haber sido futbolista. Ningún otro deporte admite tan alta cuota de histrionismo. De pronto, un delantero vuela por los aires, cae con espectacular pirueta, rueda sobre el pasto, se lleva las manos al rostro y se convulsiona en espera de que el árbitro saque la tarjeta roja o de perdida la amarilla.
¿Qué ocurre con el atleta en estado de estertor? Es atendido con una esponja húmeda en la frente y buches de agua. En unos segundos se recupera sin otra calamidad que el pelo empapado y la camiseta desfajada. Escenario de la resurrección, el futbol ofrece seres agonizantes que vuelven a correr. Cuando la patada de veras da en el blanco, el agraviado se queda quieto.
El faul simulado pertenece a la costumbre. Como también los árbitros ven televisión, saben quiénes son los más propensos a venirse abajo, y a veces no les marcan ni las faltas verdaderas: el silbante confunde al herido con un contorsionista y lo amonesta con el orgullo de quien devela una placa de cien representaciones.
En el beisbol sería impensable que un bateador se tirara alegando que el pícher lo golpeó con una pelota invisible; en el futbol americano ningún fullback detiene su carrera para fingir que un defensivo lo trata con "rudeza innecesaria". Sólo el futbol fomenta las faltas imaginarias. En parte, esto se debe a que sus jueces se equivocan más. El pícaro de guardia puede sacar ventaja del sudoroso hombre de negro que lo vigila a extenuantes veinte metros de distancia.
Un lance de Francia 98 ayuda a comprender el poderío de la pantomima. Diego Simeone, el argentino que ha sido símbolo de entrega en el Atlético de Madrid y el Inter de Milán, mostró su amor a las candilejas en el partido contra Inglaterra. La justa había despertado tanto interés como si ahí se dirimiera el destino de las Malvinas. El primer tiempo rebasó todas las expectativas con un peleado 2 a 2 y un gol de museo del novato Michael Owen. Sin embargo, en el segundo acto David Beckham, dueño de un refinamiento en el chut sólo superado por su corte de pelo, sufrió un encontronazo con el Cholo Simeone. Beckham le lanzó una patada discreta pero intencionada. Hasta aquí todo entraba en la rijosa lógica del reino animal. Entonces llegó la isabelina venganza de Simeone: el Cholo se desplomó como un ensartado Mercutio. Gracias a este gesto, la merecida tarjeta de amonestación alcanzó el rubor de la expulsión. Un par de años después, con motivo de un Manchester-Inter, que volvió a enfrentar a Beckham y a Simeone, el argentino reconoció su treta. Si uno de los mejores se disfraza de comediante, ya podemos suponer lo que ocurre con quienes no disponen de otro recurso que el dramatismo. Como aquel doble que sucumbió doscientas veces, ciertos futbolistas sobreviven a base de muertes transitorias.
La Creacion de lo invisible
Como su nombre lo indica, la Nandrolona es una sustancia poco confiable que ayuda a correr pero puede provocar cáncer de hígado. Nadie la toma por su sabor. Lo malo es que a veces la selección te lleva de Australia a Corea y de ahí a Texas, y en algún sitio te dan de comer un pollo inflado con Nandrolona. Si eres uno de los dos elegidos para orinar después del juego, tu carrera está en peligro.
También se dan casos de atletas intoxicados, no por el azaroso consumo de pechugas en tres continentes, sino por el preparador físico. No es fácil consolar a un jugador que extraña a su familia o, peor aún, que no sabe lo que extraña y mira los muebles como si estuvieran en el último sitio de la tabla de clasificación. Para eso sirven las grageas motivacionales. Los futbolistas desayunan píldoras como para un banquete de astronautas. No todas son vitaminas; algunas son antioxidantes, otras son moradas. De estas últimas depende que el médico del equipo conserve su trabajo. Cuando el doctor dice que el dopaje no ayuda a jugar como Maradona, significa que receta estimulantes al límite de ser detectados.
En el futbol moderno un equipo dirime intereses millonarios dos veces a la semana. Esto ha llevado a una tensa relación entre los remedios químicos y el peligro de que sean descubiertos. Los turboenergéticos son el supersticioso recurso de laboratorio de una actividad donde Rivaldo, que desde hace un año camina como si hubiera pisado un nopal, debe correr el próximo domingo. Los tónicos se parecen a la vida después de la muerte: más vale creer en sus efectos por si acaso existen.
No hay equipo sin pastillas ni paranoia fisiológica. Para protegerse de un mundo contagioso que hace que el crack orine un misterio, las escuadras se concentran en reclusorios de cinco estrellas donde mastican milanesas rigurosamente vigiladas.
El temor al contacto sexual no es menos fuerte. Se sabe de entrenadores cuya principal táctica consiste en enviar flotillas de prostitutas al hotel del enemigo. Antes de lanzar su ataque, el entrenador da una plática de pizarrón: no se trata de satisfacer a los rivales, sino de reducirlos con la extenuante incomodidad de las películas porno.
El desgaste se evitaría permitiendo visitas conyugales en las concentraciones. Pero en el futbol casi todo es metafísico. Una sabiduría conventual indica que el jugador que eyacula en vísperas del partido se priva del deseo de sublimarse en esa versión trascendente del orgasmo que es el gol. A las verduras hervidas se agrega la dieta erótica.
Estos sufrimientos son menores comparados con la tortura verdadera, la circunstancia que domina la jornada de un futbolista y muchas veces decide su comportamiento: no hacer nada. En las concentraciones, un equipo consta de una veintena de uniformados que matan las horas como pueden. El Nintendo, los juegos de barajas y la contemplación del techo distraen un poco, pero pueden erosionar el cerebro en forma imperceptible hasta llevar a una pifia en la cancha o, peor aún, a anunciar talco para los pies.
La soledad de las concentraciones es grave, entre otras cosas, porque está muy compartida. Tus hijos son las fotos que te mandaste estampar en la piyama y tu compañero de cuarto es un olor demasiado próximo. Hasta los clubes arropados por Armani hacen que sus jugadores duerman en parejas. Los rigores del marcaje personal son una broma frente a esta obligada convivencia. En una ocasión le pregunté a un jugador profesional de qué hablaba con su compañero. La respuesta revela una de las ricas posibilidades de la psicopatología: "No habla conmigo. Habla con su pene. Le dice Ramón y le recuerda lo que han vivido juntos." No me extrañó que tiempo después el entrevistado, un hombre cortés y tranquilo, que usaba la palabra "pene" por deferencia ante los medios informativos, se convirtiera en suplente del equipo. Los monólogos que su compañero le dirigía a Ramón lo habían transformado en alguien que abanicaba balones y miraba cosas que no estaban en la cancha.
El futbolista debe combinar el narcisismo del que desea mostrarse a toda costa con la vocación de encierro de una monja de clausura y la capacidad de tolerar tatuajes y humores demasiado próximos de un presidiario.
Mientras los astros deambulan como zombis por los pasillos de un hotel, especulamos en lo que harán en el partido. Su apartamiento despierta profecías. Las palabras llenan las muchas horas en que el futbol está "vacío" o sólo consta de jugadores sin otra sustancia que el aburrimiento. Hablamos de lo que no vemos. Una vez que asistimos al partido, hablamos de lo que no supimos o no entendimos.
Las canchas tienen un sótano poblado de supersticiones, complejos, fobias, dramas, esperanzas. Algo ilocalizable y oscuro debe explicar por qué Morientes, un jugador sin otro lucimiento que la eficacia, deja de anotar durante mucho tiempo, negando su naturaleza, y cuando finalmente acierta empuja a Roberto Carlos para impedir que lo felicite, como si no mereciera otra celebración que el ultraje o como si recuperara la identidad para vengarse, no de los otros, sino de los suyos. Pero los misterios no entregan sus claves. La atracción del futbol depende de su renovada capacidad de hacerse incomprensible. Hay algo que no captamos pero existe, como el crecimiento del pasto o la circulación de la sangre. De pronto, Zidane encuentra un hueco y enfila hacia la nada: lo invisible es la certeza que nos consta.
También se dan casos de atletas intoxicados, no por el azaroso consumo de pechugas en tres continentes, sino por el preparador físico. No es fácil consolar a un jugador que extraña a su familia o, peor aún, que no sabe lo que extraña y mira los muebles como si estuvieran en el último sitio de la tabla de clasificación. Para eso sirven las grageas motivacionales. Los futbolistas desayunan píldoras como para un banquete de astronautas. No todas son vitaminas; algunas son antioxidantes, otras son moradas. De estas últimas depende que el médico del equipo conserve su trabajo. Cuando el doctor dice que el dopaje no ayuda a jugar como Maradona, significa que receta estimulantes al límite de ser detectados.
En el futbol moderno un equipo dirime intereses millonarios dos veces a la semana. Esto ha llevado a una tensa relación entre los remedios químicos y el peligro de que sean descubiertos. Los turboenergéticos son el supersticioso recurso de laboratorio de una actividad donde Rivaldo, que desde hace un año camina como si hubiera pisado un nopal, debe correr el próximo domingo. Los tónicos se parecen a la vida después de la muerte: más vale creer en sus efectos por si acaso existen.
No hay equipo sin pastillas ni paranoia fisiológica. Para protegerse de un mundo contagioso que hace que el crack orine un misterio, las escuadras se concentran en reclusorios de cinco estrellas donde mastican milanesas rigurosamente vigiladas.
El temor al contacto sexual no es menos fuerte. Se sabe de entrenadores cuya principal táctica consiste en enviar flotillas de prostitutas al hotel del enemigo. Antes de lanzar su ataque, el entrenador da una plática de pizarrón: no se trata de satisfacer a los rivales, sino de reducirlos con la extenuante incomodidad de las películas porno.
El desgaste se evitaría permitiendo visitas conyugales en las concentraciones. Pero en el futbol casi todo es metafísico. Una sabiduría conventual indica que el jugador que eyacula en vísperas del partido se priva del deseo de sublimarse en esa versión trascendente del orgasmo que es el gol. A las verduras hervidas se agrega la dieta erótica.
Estos sufrimientos son menores comparados con la tortura verdadera, la circunstancia que domina la jornada de un futbolista y muchas veces decide su comportamiento: no hacer nada. En las concentraciones, un equipo consta de una veintena de uniformados que matan las horas como pueden. El Nintendo, los juegos de barajas y la contemplación del techo distraen un poco, pero pueden erosionar el cerebro en forma imperceptible hasta llevar a una pifia en la cancha o, peor aún, a anunciar talco para los pies.
La soledad de las concentraciones es grave, entre otras cosas, porque está muy compartida. Tus hijos son las fotos que te mandaste estampar en la piyama y tu compañero de cuarto es un olor demasiado próximo. Hasta los clubes arropados por Armani hacen que sus jugadores duerman en parejas. Los rigores del marcaje personal son una broma frente a esta obligada convivencia. En una ocasión le pregunté a un jugador profesional de qué hablaba con su compañero. La respuesta revela una de las ricas posibilidades de la psicopatología: "No habla conmigo. Habla con su pene. Le dice Ramón y le recuerda lo que han vivido juntos." No me extrañó que tiempo después el entrevistado, un hombre cortés y tranquilo, que usaba la palabra "pene" por deferencia ante los medios informativos, se convirtiera en suplente del equipo. Los monólogos que su compañero le dirigía a Ramón lo habían transformado en alguien que abanicaba balones y miraba cosas que no estaban en la cancha.
El futbolista debe combinar el narcisismo del que desea mostrarse a toda costa con la vocación de encierro de una monja de clausura y la capacidad de tolerar tatuajes y humores demasiado próximos de un presidiario.
Mientras los astros deambulan como zombis por los pasillos de un hotel, especulamos en lo que harán en el partido. Su apartamiento despierta profecías. Las palabras llenan las muchas horas en que el futbol está "vacío" o sólo consta de jugadores sin otra sustancia que el aburrimiento. Hablamos de lo que no vemos. Una vez que asistimos al partido, hablamos de lo que no supimos o no entendimos.
Las canchas tienen un sótano poblado de supersticiones, complejos, fobias, dramas, esperanzas. Algo ilocalizable y oscuro debe explicar por qué Morientes, un jugador sin otro lucimiento que la eficacia, deja de anotar durante mucho tiempo, negando su naturaleza, y cuando finalmente acierta empuja a Roberto Carlos para impedir que lo felicite, como si no mereciera otra celebración que el ultraje o como si recuperara la identidad para vengarse, no de los otros, sino de los suyos. Pero los misterios no entregan sus claves. La atracción del futbol depende de su renovada capacidad de hacerse incomprensible. Hay algo que no captamos pero existe, como el crecimiento del pasto o la circulación de la sangre. De pronto, Zidane encuentra un hueco y enfila hacia la nada: lo invisible es la certeza que nos consta.
martes, 10 de febrero de 2009
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