Estamos tan acostumbrados a los sinsabores que ya se nos olvidó la manera de estar contentos. La euforia colectiva ha cobrado un aspecto muy extraño.
El 12 de agosto, después del triunfo ante Estados Unidos, Paseo de la Reforma se convirtió en una región no apta para gringos (o para quien tuviera la despistada ocurrencia de parecer un gringo). La multitud estuvo a punto de vejar a holandeses y güeros de rancho a los que confundió con estadounidenses.
El rival ya había sido ajusticiado en el Estadio Azteca, pero la gente aún necesitaba víctimas. Si el rencor es mucho, no se aplaca con dos goles.
El episodio fue inaudito porque la afición nacional ha sido una de las más entregadas y gozosas del planeta. Alguna vez escribí que si hubiera un Mundial de públicos, México llegaría a la final.
Acostumbrada a un futbol mediocre, la fanaticada ha hecho su propio juego en las tribunas. Las tortas que se llevan al estadio se preparan mejor que la selección. Las matracas, las trompetas donde vibra una sola nota apasionada, las sirenas, las pelucas tricolores, los pebeteros donde humea el copal, los penachos con plumas de pollería, las cananas abastecidas de chiles serranos, las máscaras de luchadores y la interminable capacidad de comer pepitas han conformado un colectivo único, de un romanticismo ajeno a todo recato, al que no le da vergüenza expresar su cariño y su ser en sí con la porra más abstrusa de Occidente: "¡Síquitibum-a-la-bim-bom-ba!".
Mil veces decepcionada, la afición mexicana colma las graderías para demostrar que la vida vale la pena bajo una nube de confeti. Poco importa que un sombrero de ala extragrande te tape la vista porque en la cancha nunca sucederá algo tan decisivo como el milagro de estar juntos.
Los estadios mexicanos son sedes de la contradicción donde el público hace más esfuerzo que los jugadores.
La "ola" se incorporó al futbol soccer gracias a nosotros. Ideal para llenar las pausas del futbol americano, la "ola" se convirtió en pasatiempo predilecto de una afición que debe entretenerse a sí misma porque los suyos no anotan lo suficiente.
Nunca olvidaré al argentino que me preguntó si era cierto que en México los hinchas de dos acérrimos rivales podían sentarse juntos sin asesinarse. Le respondí que así era y oí su enjundiosa respuesta: "¡Pero qué degenerados!".
La violencia no ha sido la característica esencial de una afición a la que le conviene resignarse. Los abucheos y las injurias de los estadios de Sudamérica nunca han alcanzado el mismo volumen en México.
Cuando íbamos a Ciudad Universitaria en los años sesenta, mi padre regañaba a los que le silbaban al equipo contrario: "¡Son nuestros invitados!", decía. No le hacían caso, pero lo veían con el respeto que se le confiere a un sacerdote de una religión desconocida. En una ocasión alguien le gritó que estaba loco y esto propició inesperadas adhesiones: la grada se levantó a aplaudir al equipo contrario. Como filósofo, mi padre se había asignado la módica tarea de cambiar el mundo. No le fue muy bien en ese empeño, pero un domingo, en el estadio de C.U., logró que los enemigos recibieran trato de invitados.
La hospitalidad ha caracterizado a un público anfitrión de dos Mundiales, que gasta pocas energías en odiar a los que tienen mejores chances.
En Argentina alguien es hincha de River. En México alguien le va al Atlante. La distinción resulta decisiva. El seguidor argentino es uno con su equipo y considera que influye en el resultado (ahí nació la definición del público como "jugador número 12"). El mexicano es un seguidor más distanciado. Por razones de supervivencia emocional no se ilusiona demasiado. Su selección ha perdido tantas veces que conviene gritarle: "¡Sí se puede!".
El futbol ofrece un espejo extremado de la sociedad. La guerra entre Honduras y El Salvador comenzó en un estadio, no con el fin de resolver el marcador, sino porque ahí cristalizaron tensiones históricas.
La conducta posterior al juego contra Estados Unidos revela la descomposición de nuestro ánimo. El gozo se asoció al ultraje. No bastaba estar de buen humor; la celebración tenía que ocurrir a costa de alguien. Esta actitud revanchista señala la transformación radical de un público que había tenido una capacidad de resignación bíblica.
La afición se ha podido sobreponer a la fractura de Onofre en vísperas de México 70, la eliminación en Haití, el ridículo en Argentina 78, el caso de los "cachirules" que impidió llegar a Italia 90, la exclusión de Cuauhtémoc Blanco en Alemania 2006, las infinitas veces en que jugamos como nunca y perdimos como siempre, pero no se ha podido sobreponer a la devastadora realidad que compartimos. La alegría ha dejado de ser una meta deseable y se ha convertido en la exigencia de algo más: "¡No te metas conmigo que estoy contento!".
Los triunfos deportivos compensan malestares de otras horas, pero no los resuelven. En un país roto, los goles producen una dicha iracunda. El desafío de México está fuera del estadio.