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domingo, 23 de noviembre de 2008

Goles y tiempo

En junio de este año se celebra el último campeonato mundial de futbol del siglo XX. Nos unimos a la anticipación que el cotejo ha suscitado en la cultura de masas con este ensayo sobre el papel que el tiempo juega en el más popular de los deportes.


a la memoria de Juan Nuño
Ay de un club que no cultiva santas nostalgias.
Nelson Rodrigues



El tiempo es el gran estratega del futbol. El partido dura 90 minutos, una jugada ocupa unos cuantos segundos y cinco o seis jugadas definen el marcador. En otras palabras, el problema estriba en qué hacer con los 89 minutos restantes.

La esencia del partido es el triunfo; sin embargo, el aficionado suele decepcionarse con las golizas, incluso con las que caen a su favor. Un 6-0 huele mal, sugiere que anotar es cuestión de suerte, relaja en exceso a los ganadores, les da una confianza tan turbadora que llegan en piyama al siguiente partido. Acaso estemos ante el único deporte donde los tantos pueden ser un desperdicio; sólo si el adversario contesta con la misma furia, la borrachera de goles es legítima (un caso emblemático: el Barcelona 5-Atlético de Madrid 4, después de que el Barcelona perdía 3 a 0). Jugar bien no significa anotar en cada avance, a la manera del basquetbol, sino dominar al rival con amenazas potenciales. La pelota que duerme en el empeine de un líbero cobra sentido por sus destinos posibles, inminentes: los huecos a los que pueden llegar los delanteros. Salvo en las grandes casualidades -que también son estratégicas-, quien gana el partido es quien controla los amagues, los 89 minutos en los que el balón es un peligro conjetural.

En "Teoría de los juegos'', uno de los ensayos que integran su admirable Veneración de las astucias, Juan Nuño se ocupó de la especificidad temporal del futbol. Otros deportes carecen de una duración determinada y pueden interrumpirse a solicitud de los entrenadores. Por ejemplo, el beisbol ignora la cronología con soberano desdén. Como en la Odisea, la meta es volver a casa, pero la rapidez del viaje depende de los reflejos de los peloteros.

Todo juego entraña una suspensión del flujo habitual de la vida; bajo los ardientes reflectores, las canchas obedecen a reglas y propósitos artificiales. En este caprichoso universo, el futbol se distingue por un rasgo de inquietante naturalidad: no dispone de recursos para detener el tiempo. "Un partido de futbol es más angustioso y dramático que otro juego cualquiera -escribe Nuño-, porque, en él, el tiempo corre paralelo al tiempoÊde la existencia humana. La pasión que genera el futbol hunde sus raíces en la oculta presencia de la muerte, que está presidiendo todos los actos humanos, cada vez que esos actos se miden con el paso del tiempo.'' Los minutos que avanzan afuera del estadio coinciden con los del partido. En el futbol americano, un pase incompleto detiene el reloj; en el tenis, la "muerte súbita'' puede ser tan larga como el equilibrio entre los oponentes. En cambio, en Maracaná el tiempo conserva su insistente capacidad de menguar el destino. De ahí la dimensión épica de quienes saltan a enfrentar la muerte a plazos. Ni siquiera el decepcionante 0-0 garantiza una prórroga. Sólo en casos excepcionales, que deciden un campeonato o una clasificación, el partido se somete a la terapia intensiva de los penales o el "gol de oro''. Para el espectador estas amargas soluciones están más cerca de la ruleta rusa que del futbol.

La tiranía del reloj suele ser desafiada por toda clase de estrategias mentales. En las tribunas, esos seres ajenos al recato que llamamos "porristas'', "hinchas'' o "tifosos'' le otorgan un pasado a la contienda; los 90 minutos se revisten de una duración ilusoria, son el episodio actual de una vasta genealogía de afrentas. El balón al fondo de las redes enemigas tiene mérito estadístico, pero sobre todo cobra agravios pendientes. El pedigrí de una anotación depende de una historia que se remonta a los orígenes mismos del club. Para el tifoso del Inter, con las mejillas pintadas de azul y negro, un calcetinazo que termina en la portería del Milán es preferible a una vistosa tijera contra una escuadra desconocida.

Como es de suponerse, los partidos también se alargan después de ser jugados, en las sobremesas que en ocasiones sólo se interrumpen con el divorcio. Y nada activa tanto el vocabulario como las acciones apretadas, la caída de un dios en el límite del área, a quince metros de un árbitro miope que tiene un segundo para decidirse ante las cincuenta mil gargantas que le piden un penal. Sobran explicaciones para las jugadas confusas y el fan se repone del resultado aplicando su propio reglamento: "¿Desde cuándo se expulsa a alguien sólo por tirar dos dientes con el codo?'' Más allá del suceso ingrato, las quejas traman un partido paralelo que rebasa con mucho los 90 minutos. "El futbol tiene mejor memoria para la polémica que para la belleza'', ha escrito Jorge Valdano, lo cual significa que todo gol de Alemania a Inglaterra es una venganza contra aquel gol fantasma en la final de Wembley '66.

La nostalgia futbolística siempre tiene prisa. Félix Fernández, portero del Atlante, comenta que entre las cosas que perdió al pasar del futbol amateur al profesionalismo, la más valiosa es el "tercer tiempo'', el rato de cervezas donde lo único mejor que ver un gol es recordarlo, donde las jugadas se dilatan como si Proust fuera el nuevo entrenador del equipo.

Los goles conversados tardan más en caer. Pero también aquí hay excepciones. En La intimidad del futbol, el entrenador argentino çngel Cappa logró el récord de narrar una jugada en su tiempo natural. De las muchas virtudes del balompié, Cappa prefiere el juego de conjunto; en otras palabras, su gol favorito es larguísimo: 31 toques consecutivos para llegar a las redes, durante un minuto y 27 segundos. Este gol de vitrina sucedió en Liverpool, en las eliminatorias para la Copa Europea de Naciones, entre Irlanda y Holanda.

No hay duda de que la memoria propina golpes traicioneros y en ocasiones el peso de los recuerdos retira a un hincha del futbol. El cuento "19 de diciembre de 1971'', de Roberto Fontanarrosa, se ocupa de esta situación límite. El viejo Casale ha renunciado a ver al Rosario Central; ha sufrido tantas veces en nombre de su club que se encuentra al borde del infarto, en franca saturación emocional. Pero Casale también es una leyenda de barrio: cuandoÊiba al estadio, el Rosario ganaba. Una banda de jóvenes que ignora el filo terrible de los recuerdos, decide secuestrar al viejo y llevarlo como amuleto vencedor a las tribunas. El gozo de ver al Rosario puede más que la taquicardia; Casale disfruta el partido hasta que su equipo gana y él cumple su doble cita con el destino: muere en estado de gracia por contribuir al triunfo.

El fanático que fallece se va, como dirían los antiguos, "con la mayoría'', que es donde se encuentran los mejores porristas. Si el futbol es un desafío contra la muerte, una dilatación imaginaria de los 90 minutos implacables, hay que suponer que en las gradas resuenan los vítores de todos los que alguna vez gritaron en favor del equipo. Los locos que inventaron el "síquitibum'' reencarnan en cada tribuna mexicana y los madridistas que cantaron el primer Alirón en trance feliz regresan, mal que les pese, con el inmoderado Orgullo Vikingo que llena una cabecera del Santiago Bernabeu. Nelson Rodrigues, el cronista que bautizó a Pelé como Rey, sabía que toda pasión tiene sus pioneros y que en las grandes gestas se requiere de un apoyo mortal. Entre los gritos de guerra y los delirantes festejos que integran su antología de artículos Ë sombra das chuteiras inmortais destaca una impecable invitación necrológica: "Nadie puede faltar a Maracaná el domingo, e incluyo a los fantasmas en la convocatoria: la muerte no exime a nadie de sus deberes con el club.'' Quien haya escuchado el furor de un estadio lleno sabe que hay más voces que espectadores: los fantasmas acudieron a la cita.

Aunque la pasión partidaria se acumula, es obvio que los recuerdos tienen un impacto desigual; ningún lance contemporáneo enciende el fuego de las pasiones infantiles. Cuando llega a la edad de los entrenadores, el aficionado revisa los goles que pueblan su cabeza y descubre que los más emocionantes fueron anotados por titanes que ya murieron o padecen Alzheimer. Surge entonces la tentación de la nostalgia y de creer que toda cancha pasada fue mejor, algo tan grave en términos futbolísticos como una fractura de rodilla; un golpe con certificado de jubilación.

El espectador de museo, que comparaÊa todo extremo con Garrincha, es un amargado de peligro. Nada que suceda hoy estará a la altura de los presuntos héroes que jugaban sin cobrar y atajaban penales con los brazos atados. Las costumbres perdidas se convierten en los detalles que daban verosimilitud al paraíso: ¡qué majestad había en la formación 4-2-4, los árbitros vestidos de negro, las porterías de madera, el balón de cuero crudo, las amonestaciones con ademanes de afrenta, que no escatimaban el índice en el cuello!

Esta mitomanía arruina con minucia el presente, hace de todo debut una traición y tiene por principal víctima a quien la padece. El problema se vuelve colectivo cuando el amargado comunica sus noticias: el Real Madrid sólo vale si alinea a Di Stéfano, todos los tiros de Raúl son atajados por Arconada.

El memorialista ultrajante exclama: "¡No sabes lo que era antes!'' Las bailarinas que no se depilaban las piernas le parecen más atractivas que las sílfides del último verano, entre otras cosas porque ya no hay modo de hallarlas.

El relato "Esse est percipi'', de Borges y Bioy Casares, reúne dos defectos del futbol: la supremacía de la televisión y los engaños de la nostalgia. El balompié es algo que ya ocurrió; en la actualidad, los locutores inventan las contiendas y deciden el marcador. Tulio Savastano, presidente del Abasto Juniors, explica la verdadera condición del juego: "No hay score ni cuadros ni partidos. Los estadios ya son demoliciones que se caen a pedazos. Hoy todo pasa en la televisión y en la radio. La falsa excitación de los locutores ¿nunca lo llevó a maliciar que todo es patraña? El último partido de futbol se jugó en esta capital el 24 de junio del '37. Desde aquel preciso momento, el futbol, al igual que la vasta gama de los deportes, es un género dramático, a cargo de un solo hombre en una cabina o de actores con camiseta ante el cameraman.''

Normalmente, el partido también sucede en las crónicas y en los recuerdos; en la pesadilla memoriosa de Borges y Bioy Casares sólo sucede como calculada imaginación, es un negocio teatral que prospera desde el día de San Juan de 1937. El relato toca un vicio central de los espectadores; son muchos los que atesoran un simbólico 24 de junio, la fecha en que, según ellos, el futbol dejó de existir.

De niño, yo temía a los hombres de boina y puro apagado que se acercaban a contarme las hazañas de Lángara en el futbol mexicano. Aunque aún no me convierto en un espectro que acosa con sus recuerdos a los más jóvenes, ya tengo una cuota pasional dominada por la nostalgia. Ningún gol puede afectarme como uno de hace cerca de treinta años. Estoy en la final de México '70 y escucho la tremebunda frase de mi padre: "En la final, el equipo que anota primero, pierde; así ha sido en todos los mundiales.'' Veo el salto del Rey para llegar a la cita del destino con su frente, el balón en las redes, la mirada de Gerson rumbo al cielo y sus manos unidas en plegaria, el Estadio Azteca volcado en la emoción compensatoria de apoyar a los brasileños. "El que anota primero, pierde.'' La negra profecía carga de dramatismo el festejo. Tengo 13 años y mi padre siempre ha tenido razón. Pero Brasil tiene a Pelé.

Dieciséis años después, en el Estadio Azteca de 1986, vi a Maradona anotar sus dos goles de leyenda ante Inglaterra, el más perfecto en la historia de la ilegalidad y el más perfecto en la historia del Mundial. Decir que el gol de Pelé me gustó más sería un rencor nostálgico; decir que el gol de Maradona me emocionó más sería un atropello digno de tarjeta roja.

Así de complicados son los archivos futboleros. Incluso los olvidadizos que llevan listas dobles al supermercado se vuelven elefantes con los ídolos que comprometen su pasado. En una ocasión, un hombre de unos setenta años se acercó a la mesa del restaurante donde tres amigos llevábamos horas hablando de futbol. El vino que había tomado daba a sus mejillas un tono levemente magiar. No nos sorprendió que preguntara: "¿A ver, díganme la alineación de Hungría en Suiza '54?'' Después de Puskas, nos quedamos en ceros. El hombre se alisó el bigote cenizo, adoptó una posición de húsar y recitó la alineación quebrantalenguas de la famosa Hungría que perdió la copa de milagro. ¿Tenía buena memoria? Quién sabe; lo cierto es que tenía buenas pasiones.

La posteridad memoriosa se justifica con plenitud en un deporte donde el enemigo central es el reloj y donde las biografías son breves. Michel Platini comienza su libro Mi vida como un partido con esta confesión de ultratumba: "Morí el 17 de mayo de 1987, a la edad de treinta y dos años, día en que me retiré del futbol.'' Sólo los recuerdos otorgan un más allá al futbolista jubilado, lo inscriben en la leyenda o dejan de pasarle la pelota, lo sacan de la cancha, hacia el vestuario de los nombres olvidadados.

Un enfático locutor mexicano solía terminar sus transmisiones con el reto: "Ahí les dejo mi reputación para que la destrocen.'' La verdad sea dicha, muy pocos desean abandonar su suerte a la conciencia pública y el jugador lucha, a veces con penoso arrastre, por prolongar sus domingos de reputación. Nelson Rodrigues observó que todo crack viejo (es decir, de treintaitantos años) "sufre de actualidad''. Una mañana la cancha le parece enorme y la portería un borroso espejismo. Sin embargo, la amenaza principal del veterano no llega con su deterioro sino con los números en la banda que anuncian la entrada de un novato. Como entrenador del Real Madrid, Jorge Valdano tomó la temeraria decisión de sacar del campo al Buitre, consentido de la afición merengue, y explicó el drama en forma inmejorable: "¿Quién era un tal Raúl, por ejemplo, para quitarle a Butragueño la camiseta del Madrid, los titulares de los periódicos y un lugar en el corazón de la gente? Fácil, Raúl era el tiempo, que volvía a ganar a su manera.''

Para inmortalizar a un héroe, las ligas norteamericanas acentúan su ausencia con un gesto definitivo: su camiseta es retirada de la alineación. En San Francisco, el número 16 no volverá a jugar con los 49's o, mejor dicho, ya sólo jugará en la mente de quienes evoquen los precisos pases de Joe Montana.

Ciertos equipos organizan la memoria de tal forma que la convierten en su razón de ser. Durante décadas de sequía, la Universidad de Chile se amparó en un canto que recordaba al lejano ballet azul que había sido campeón: "Volveremos, volveremos/ Volveremos otra vez/ Volveremos a ser grandes/ Grandes como fue el ballet.'' En 1994, ganar la liga significó para ellos un formidable regreso al pasado.

Desde el banquillo de entrenador, Valdano vio a Butragueño perder con Cronos; sin embargo, el futbol admite otras temporalidades, y el equipo mexicano Celaya, recién ascendido a primera división en 1995, decidió preservar en plena cancha las reliquias del Real Madrid. Butragueño, que no podía competir contra el espectro de su juventud en la liga española, llegó al Celaya para liderear a un club de merengues de la tercera edad, cuya fuerza proviene de lo que ya pasó, y donde también han militado Hugo Sánchez, Michel y Martín Vázquez.

Dejemos a un lado los tiempos memoriosos y volvamos a la realidad de los 90 minutos. ¿Hay alguna táctica para hacer que transcurran de otro modo? En basquetbol o en futbol americano el "tiempo fuera'' ayuda a planear jugadas y enfriar al contrario. En el deporte de las patadas, sólo existe un modo radical de que el árbitro detenga su cronómetro: la caída operística de un jugador -una mano sobre los ojos, otra en el tobillo, la quijada dolorosamente abierta. Por un instante, el más humilde de los contertulios se convierte en estratega: el masajista entra a la cancha a suspender el juego; a la maneraÊde un brujo, abre el estuche donde lleva una botella de spray antidolor, una esponja, un trapo de la suerte. Aunque todo mundo -incluido el árbitro- sepa que el faul ocurrió por abajo, el lesionado recibe chorros de agua en la cabeza, un masaje en el plexo solar, un tratamiento de flexión de piernas para recuperar el aire y, en casos de alta escuela, un curita en la ceja.

Hay delanteros que viven para ser derribados y recibir en pago el tiro penal, la expulsión del adversario, el alarido trágico de la multitud. Los cracks que saben desplomarse son ideales para detener el reloj. El único problema es que se acostumbran tanto a inspeccionar las hierbas que en ocasiones olvidan lo que hay que hacer de pie y se sienten eximidos de toda jugada que no conduzca a un tiro libre.

Realmente es asombrosa la frecuencia con que ocurren algunas tretas: un puntero avanza a toda prisa, enfrenta la barrida del defensa, sale despedido por los aires, cae sobre las costillas y a continuación... rueda diez metros, queda boca abajo y patea el suelo como si empezara a cavar su tumba. Nadie, ni el más pasional de los hinchas, puede creer que un hombre adolorido ruede con tamaño desenfreno. De cualquier forma, el faul de marioneta se reclama como auténtico. Mientras la televisión repite con frialdad la jugada donde los héroes echan vaho y el defensa va al balón, el estadio protesta por el crimen que no tuvo necesidad de ver. ¿Hay algún despistado que necesite pruebas para favorecer a su equipo?

Sólo la vocación teatral del futbol explica que aún prospere este lance vistoso y falaz, y que muchos de los adictos a caerse tengan el pelo largo. Aceptemos que el derrumbe de un calvo es menos dramático que el de un león. Las melenas en desesperado desorden son el símbolo del héroe castigado. El prestigio de los mártires de pelo largo es tan unánime que nadie aceptaría a Sansón, Holofernes, San Juan Bautista, Cristo, Morrison, el Che o el Pibe Housseman después de un desmitificador trabajo de peluquería.

Obviamente, los equipos que no necesitan fingir caídas para ganar pueden raparse sin miramientos, como la selección brasileña que arrolló en la copa de Arabia Saudita, en 1997.

En descargo de quienes sustituyen la técnica con la astucia, hay que decir que el futbol sería menos divertido sin las faltas imaginarias. La herida auténtica paraliza el juego y es acompañada de un silencio de cirio pascual. En un partido por el campeonato brasileño entre el Palmeiras y el Vasco da Gama, Viola salió de la cancha en uno de esos carritos de golfista que se usan para que el lesionado no cojee durante una eternidad hasta la línea de cal. Poco después regresó con un ojo cerrado y un andar de zombie, como un boxeador a un golpe del nocaut. Todos las miradas del Maracaná se concentraron en ese hombre que recorría un callejón de embrujo, sin enterarse de la pelota. De pronto, cayó al suelo y no se movió. El estadio más grande del mundo improvisó un responso de murmullos y tambores fúnebres. No hubo que pedir justicia; aquello era una tragedia inobjetable.

Las faltas de acrobacia están diseñadas para detener el reloj pero es muy poco lo que se gana con ellas. Si un árbitro compensa más de cinco minutos, tiene que hacer su testamento.

La forma más socorrida de luchar contra los 90 minutos consiste en "hacer tiempo'', en procurar que el reloj avance sin que ocurra nada de relieve. Un ejemplo delictivo de los minutos que se tiran a la basura ocurrió en el Mundial de España, en 1982. Alemania y Austria salieron a la cancha con el propósito de romper el récord de pases laterales. La igualada convenía a ambos equipos, de modo que no hubo forma de escapar a ese pacto platónico y siniestro, un virginal 0 a 0. Aunque los equipos uruguayos han ganado fama de administrar el tiempo (la "garra charrúa'' ha sido más cruel con el reloj que con las espinillas de los contrarios), nada supera al histórico Anschluss de Alemania y Austria.

Fernando Marcos, decano de los locutores mexicanos, afirma al final de cada partido: "El último minuto también tiene sesenta segundos.'' El refrán condensa la lucha contra el reloj. Cuando parece que todo ha transcurrido, la tribuna aún espera el milagro de los sesenta segundos.

Relato que corre con la inclemente alevosía de la vida, el futbol le debe mucho a la imaginación. En ningún otro territorio 90 minutos duran en forma tan inventiva; incluso las jugadas rápidas dependen del control del tiempo. Un ejemplo emblemático es la paradihna al cobrar un penalty. El atacante enfila rumbo al balón y se detiene un segundo antes de tocarlo. Todo portero sin vocación de estatua cae ante la finta, vencido por esa jugada vacía, la pausa en la que no se puede participar porque ha sido robada al tiempo.

Cuando el silbato del árbitro lanza sus tres notas fúnebres, el partido concluye como trámite jurídico y ofrece su saldo de obituarios y estadísiticas; los aficionados eternizan a los héroes breves y en el rostro de los entrenadores aparece una nueva arruga, la señal de que encontraron la forma de vengarse del adversario. El juego entra a la zona de las promesas; lo que ha ocurrido es ya lo que vendrá, el venturoso remedio para los enfermos de tiempo que llenan los estadios.

El honor del mocoso

Eliseo Alberto ha atesorado el día en que le preguntó a su abuela cuál era el principal acontecimiento que había vivido. El novelista buscaba una frase para definir un destino y despejar de una vez por todas las respuestas que él había ensayado. La abuela tenía una solución lista y planchada como una camisa. No hubo que pasar por los tanteos inseguros de quien pulsa un arpa de sombra. ¿Qué prodigio indudable había atestiguado? Ni la Revolución Cubana, ni las fascinantes turbulencias íntimas de la familia, ni los hechos lejanos que determinaron el siglo xx podían competir con los fragantes venenos que mejoraron los atardeceres tropicales. La era de la abuela valía la pena porque se inventaron los insecticidas.

Esto ocurría en La Habana, donde Martí encontró dos patrias, Cuba y la noche, ambas amenazadas por los moscos. Los parajes del calor se sometían al lema del protagonista de Macunaíma, regiones con "mucha alimaña y poca salud". Tan sólo en la India, a principios del siglo xx, ochocientas mil personas morían al año por enfermedades derivadas de los piquetes de mosco. Durante centurias, los tenaces ejércitos de la noche fueron combatidos con aplausos, hierbas e inventos que sirvieron para activar la ironía de Lichtenberg: el sitio más seguro para una mosca es el matamoscas.

En el siglo xxi el mosquito ha dejado de ser la invisible pantera que amenaza nuestra sangre. Está semipresente en la vida diaria, como la mica o el celofán. Su periodo de esplendor se remonta al tiempo en que causaba epidemias y terminaba encapsulado en una gota de ámbar, símbolo de agresiones muy pretéritas. En Parque Jurásico aparece como portador del néctar genético de los dinosaurios, clara prueba de que sus piquetes más significativos pertenecen al pasado, aunque a veces regrese, como la pulga de John Donne, a combinar en su cuerpo la sangre de los amantes y ser gota perfecta, amenazada y breve, estremecedora revelación de lo frágil que es la eternidad.

La ferocidad del insecto dejó de ser letal, pero aún da para definir regiones como La Costa de los Mosquitos, donde Paul Theroux ubica una de sus novelas, o arruinar las noches con su ruido. El exterminio de los moscos empezó en los años treinta del siglo pasado, cuando el químico Paul Müller inventó un compuesto que ameritaba apodo: diclorodifenil tricloro etano. El ddt se utilizó con enorme éxito durante la Segunda Guerra Mundial. En el frente del Pacífico, los aliados le temían más a la malaria que a los aviones zero tripulados por kamikazes y lanzaron lluvias de ddt en las regiones donde iban a avanzar.

El romance con el veneno reinventó las costumbres y la psicología. En los cincuenta, las amas de casa recibían a sus invitados con una bomba de Flit en las manos y numerosos voluntarios inhalaban humo de ddt con el temerario fin de matar cucarachas mentales.

Leídos a la distancia, los reportes sobre el fervor tricloroetánico muestran que el hombre se confunde cuando los venenos le resultan favorables. Fred Stoper, gran profeta del ddt, convenció a la Organización Mundial de la Salud de rociar el planeta con insecticida. Aunque las fumigaciones no fueron tan puntuales como Stoper esperaba, los cultivos se impregnaron de toxinas mientras los mosquitos se adaptaban a la situación. La segunda mitad del siglo xx encontró a un mundo que podía mantener sus insectos a raya sin lograr aniquilarlos. Un mosco de hoy resiste sobredosis de ddt; en lo fundamental, el veneno sirve para marearlo y facilitar el golpe decisivo del trapo o la pantufla. Quizá en el porvenir un vecino del trópico definirá su siglo como la época de angustia en que fracasaron los insecticidas.

¡Qué diferencia con 1948, año en que se hacían fiestas de champaña y ddt y en que Paul Müller recibió el Premio Nobel por su invento fumigador! Rociar toxinas parecía entonces una forma de pasteurizar el aire. Medio siglo después, en los campos de maíz transgénico, el hombre le teme más a los remedios que a las enfermedades. Con la fórmula original, el ddt ya sólo se fabrica en China y la India.

En Hacia el final del tiempo John Updike imagina una sociedad futura donde aún existen los mosquitos. Lo más irritante de ellos sigue siendo su zumbido. El protagonista se pregunta por qué no habrán evolucionado hacia una existencia silenciosa. ¿Por qué delatan sus intenciones en forma tan aguda? Es como si los vampiros llevaran un cencerro.

En términos de darwinismo, ¿el mosco sería más apto si se callara de una vez? Probablemente pasaría menos trabajos. Pero su cometido parece ser otro. El enemigo dejó de ser de vida o muerte para sobrevivir como un mal menor, una invencible molestia. "Estamos en el mundo para darnos lata", escribió Calvino.

De tanto mezclar nuestras sangres, los moscos son el error inevitable y leve, la épica donde lo mismo da ganar o perder y sólo importa el sobresalto, la ilusión de batalla; saber que de pronto, por una vez, la madrugada nos reclama como el campo del sonido y de la furia.

Peluquero deprimido

Fui trasquilado por falta de amor a la humanidad. Naturalmente, tardé en advertir que la rapada tenía causas morales. Todo empezó con la difícil tarea de encontrar en Barcelona una peluquería que no pareciera un laboratorio de nouvelle cuisine. En los locales con sillones de diseño, los pelos se transforman en fideos de dramática posmodernidad. La verdad sea dicha, me gustaría tener suficiente material para someterme a esa aventura, pero pertenezco a la especie rala que sale de la peluquería de moda sin otra distinción que sugerir que el corte se hizo con cortaúñas.

En una esquina del Ensanche encontré la clásica peluquería simple: tubo de tres colores en la puerta, sillones giratorios de cuero, infinidad de frascos de plástico y fotos recortadas de revistas, con fantasiosos cortes de pelo que están ahí de adorno pero que nadie pide. Un hombre de unos setenta años barría el piso. Llevaba la filipina blanca de los barberos de antes, incapaces de bautizar su negocio como "Edoardo" o, peor aun, "D' Edoardo".

Tal vez para demostrar que no está en posesión de un arma blanca, el hombre con tijeras no para de hablar. Cuando se limita a fumar mientras esculpe un copete en forma de budín, despierta toda clase de sospechas (en este axioma se basa la película El hombre que nunca estuvo ahí, de los hermanos Coen).

El peluquero en cuestión pertenecía al modo canónico: activaba las tijeras aunque no cortara, como un tic para tomar impulso, y hablaba sin freno ni cansancio, a pesar de que uno de sus temas era precisamente el cansancio. Tres meses atrás, su socio había sido asaltado en una estación del metro y no quería volver al trabajo, abatido por la depresión. Él tenía que atender a todos los clientes. Había buscado un sustituto, pero no corren tiempos de gente de tijera. Me hizo ver que los negocios nuevos se llaman "estéticas", como si ahí oficiaran teóricos hegelianos. Por contraste, comentó mientras me untaba la espuma de un jabón barato, los locales tradicionales deberían llamarse "éticas".

Durante tres meses, el hombre dedicó sus domingos a visitar a su socio. Caminaban en la playa en compañía de un perrito, hablaban de las décadas compartidas en un rectángulo de dos por cuatro hasta llegar al momento fatal: la boca del metro, el asalto, el temor a perderlo todo, el sinsentido de cortar pelo. Una desolación profunda trababa por dentro a su amigo y le impedía abrir tijeras.

La depresión del socio acabó por deprimir a mi peluquero. Consultó a un psiquiatra y le recetaron ansiolíticos. Hablaba de su propio mal como si fuese un efecto secundario y llevadero de la depresión de su amigo.

En las siguientes visitas se quejó del exceso de trabajo y volvió a hablar de su socio, cuya tristeza informe hacía que él tomara calmantes. No se asumía como enfermo. En su relato, había un paciente para dos enfermedades. Cuando el otro se curara, los ansiolíticos serían un frasco más en la repisa, semejante al spray de vetiver.

Al cabo de unos meses conocí al segundo peluquero. Tenía la mandíbula cruzada por una cicatriz y arrastraba un pie. Me saludó de mal talante: dos clientes aguardaban turno. Los vio de reojo y dijo, con una mueca conciliadora: "No se preocupe: ésos tienen tan poco pelo como usted." En unos minutos se ocupó de mí; cortaba de prisa y con algún descuido. Le pregunté por su socio. "Está de vacaciones", contestó con una sonrisa oblicua, como si las vacaciones fueran el sobrenombre de un hospital, un manicomio o un cementerio. Miraba de modo curioso, tal vez concentrado en los pelos en las orejas, y hablaba sin cesar, en tono atropellado. No entendí o, mejor dicho, no quise entender lo que decía. Extrañé al otro peluquero cuya auténtica enfermedad era su socio.

Me refugié en una revista de mujeres desnudas y escritores famosos. Fui absorbido por una prosa sensiblera; el autor luchaba contra las injusticias del planeta con aires de superhéroe. De cualquier forma, era suficientemente deplorable: lo pésimo magnetiza más que lo malo. Me perdí en la argumentación del articulista que salvaba al mundo. Cuando alcé la mirada, encontré en el espejo a una persona que se me parecía y venía de un campo de exterminio. El peluquero sonreía como si mi cráneo fuera su terapia. El asaltado había regresado a vengarse.

Un artículo de Chesterton, "El barbero ortodoxo", me hizo pensar en otra moral para la historia: "Antes de que alguien hable con autoridad de amar a la humanidad, insisto (e insisto con violencia) en que debe estar siempre agradecido de que su barbero trate de hablar con él. Su barbero es humanidad: que ame eso." El barbero conversacional representa para Chesterton la primera frontera de la tolerancia. Si alguien es incapaz de oírlo divagar sobre el clima o la política, que no diga luego que se interesa en el Congo o el futuro de Japón.

Mi negativa a oír al segundo peluquero se debía a lo que me contó el primero, pero las tareas humanitarias no admiten sustituciones. En el sillón giratorio hay que oír a todos los peluqueros. Conocí el planteamiento de una historia pero hacía falta el segundo peluquero para llegar al desenlace. La cobardía o una abstracta superstición me hicieron repudiar lo que aquel hombre llevaba dentro. El resultado está a la vista. No es casual que, ante las vistosas tentaciones de las "estéticas" para el pelo, el peluquero original y ahora ausente haya propuesto que su negocio se llame "ética".

Borges

Participé en Cosmópolis, festival que aspira a condensar las aventuras de la palabra al modo de un aleph. En mi mesa, el tema volvió a ser Borges. Glosé como pude el espléndido ensayo de Alan Pauls, "Segunda mano", donde recuerda al oscuro Ramón Doll, quien describió a Borges como un ensayista parasitario, capaz de repetir textos ajenos como si nunca hubieran sido publicados. Esta descalificación abrió el paso al creador de ficciones: "Borges no rechaza la condena de Doll sino que la convierte —la revierte— en un programa artístico propio", escribe Pauls. Cinco años después de recibir ese ataque, publica su primer cuento, "Pierre Menard, autor del Quijote". Ahí, la reiteración se convierte en principio creativo por obra del contexto; no es lo mismo concebir un libro en el Siglo de Oro que recuperarlo línea por línea en el presente como un virtuoso anacronismo.
En 1933 Borges recibió de su adversario el impecable puñal de su defensa. En la Nochebuena de 1938 perdió el conocimiento a causa de un golpe en la cabeza y trató de escribir algo distinto para no deprimirse en exceso de sus posibles daños cerebrales si fracasaba con un poema o un ensayo, géneros que dominaba por entonces. Aunque había escrito una imaginaria reseña de libros, "El acercamiento a Almotásim", y había trastocado datos de biografías reales en Historia universal de la infamia, "Pierre Menard" significó el decisivo debut como cuentista y la consolidación de una estética donde la originalidad es derivada, dependiente de un modelo. No es extraño que el duelo, ya sea entre cuchilleros o en forma de discusión teórica, forme parte esencial del repertorio borgeano, ni que las categorías de víctima y verdugo o héroe y traidor sean a menudo intercambiables.
Fui la segunda voz de Alan Pauls hasta llegar a las preguntas. Un hombre de unos ochenta años salió de su aparente letargo: "¿Por qué soy Borges?", preguntó. Creímos no haber entendido. Él insistió; se apellidaba Borges, había visto su nombre en una biblioteca, pero no sabía qué pudiera tener de excepcional. "¿Quién es él?", dijo, tocándose la corbata púrpura. "Un chiflado", me dijo al oído mi vecino de mesa. Las urgencias del festival y el despiste de aquel señor hicieron que el diálogo se interrumpiera. Le sugerí entonces que viéramos la exposición "Borges y Buenos Aires", que se exhibía ahí mismo.
El hombre llevaba una bolsa de tela, en apariencia pesada, pero no me dejó cargarla. Vio varias veces su reloj, como si quisiera cerciorarse de que el tiempo avanzaba. Le pregunté de dónde eran sus padres. "De Mondoñedo, ¡¿de dónde van a ser?!", me miró con sorpresa. Le dije que allí nació Cunqueiro. Él no lo sabía o no le interesaba.
La exposición contaba con un dispositivo óptico fascinante. Todo estaba a oscuras y las vitrinas sólo permitían enfocar un manuscrito a la vez (lo demás se sumía en inmediata ceguera). Dos textos llamaron la atención de Borges, "La postulación de la realidad" y "Penúltima versión de la realidad". "Se repite", sonrió, como si descubriera un defecto. Minutos después le recordé aquellos títulos paralelos. Los había olvidado.
Ignoro lo que mi acompañante registró en la visita. Vio a Borges en un documental, un rostro parlante que ocupaba una casilla en un tablero de ajedrez y desaparecía para resurgir en otra casilla. En una pared había una frase sobre el texto definitivo, atributo de la religión o del cansancio. "Me duelen las piernas", dijo Borges.
Me pidió que lo acompañara a su casa. Dio su dirección sin problemas al taxista, hizo algún comentario sobre la iluminación navideña, me preguntó si me gustaba el pulpo a feira. Un anciano sin otra singularidad que la de ignorar la relación de un escritor con su apellido.
Vivía en la parte baja del Ensanche, no muy lejos de donde nos habíamos encontrado; sin embargo, parecía extenuado por el trayecto. Aun así, impidió que lo ayudara con la bolsa de tela. Subimos al piso principal. Nos abrió la puerta una mujer de unos cincuenta años fornidos. El olor de un guiso mejoraba el ambiente. La mujer me trató con naturalidad, como si fuera común que su patrón llegara ahí con desconocidos. Me pidió que pasara "a la salita". Lo que vi me dejó perplejo: seis o siete ejemplares de las Obras completas, publicadas por Emecé, numerosos volúmenes sueltos, todos de Borges, recortes de periódico de la juventud en Ginebra y las famosos fotos del ciego sonriente. "Se olvida de todo pero no del aceite", dijo la mujer, muy contenta. Sacó tres frascos de la bolsa de tela. El aceite de oliva se llamaba Borges.
Cada tanto tiempo, me explicó la mujer, su patrón llegaba con datos de su tocayo. Pero había sufrido un golpe en la cabeza y no podía fijar recuerdos recientes. Cuando volvía a salir, ignoraba quién era Borges. Estaba ante la contrafigura de Funes el memorioso, una copia vacía, siempre a punto de ocurrir, un borrador al que no llegaba la intención de la segunda mano.
El encuentro ocurrió, palabra por palabra, tal como lo refiero, y sin embargo regresa a mí con la irritante sensación de algo leído y recordado con intensidad y descuido. La realidad, que ignora lo verosímil, calca en forma burda los procedimientos borgeanos. La descripción literal de este episodio parece una falsificación o un pastiche. "Los años multiplican sin cansarse las figuras del parásito", comenta Alan Pauls. Eso, y no otra cosa, es la cosmópolis posterior a Borges: un caos de dobles que buscan su original en un texto.

Dias robados

Nabokov aconsejaba escribir la palabra "realidad" entre comillas. ¿Qué garantías tenemos de que nuestra versión de los hechos sea auténtica? Aunque los tribunales y los periódicos viven para cortejarla, la verdad es compañía escurridiza. Por eso asombran tanto los novelistas que pretenden captar las cosas "como son" y se esfuerzan por que sus personajes beban un café en tiempo real; a veces, en un alarde hiperrealista dedican tres páginas a que un protagonista se quite el abrigo. Esta insoportable lentitud de lo real aspira a que la prosa sea como un perro de paladar negro, con pedigrí de autenticidad, ejercicio bastante absurdo, tomando en cuenta que el arte no es menos verídico por ser inventado. Las inverificables hazañas del Rey Arturo determinan nuestro tiempo y nuestros videojuegos con mayor poderío que numerosos sucesos reales. En este sentido, también llama la atención el ardid publicitario de anunciar una película como "una historia verdadera". ¿La trama mejora o es más creíble por el hecho de que los protagonistas tengan tipo sanguíneo y código postal? En modo alguno. La verosimilitud de las historias depende de su lógica interna, no de testigos que puedan avalarla. Por lo demás, nada nos protege de que la frase "una historia verdadera" sea precisamente una mentira.
Una vez dichas, las palabras adquieren entidad propia. Como sostiene Juan José Saer, resulta una simplificación considerar que la invención literaria es lo contrario a la verdad: "La ficción no es una claudicación ante tal o cual ética de la verdad, sino la búsqueda de una un poco menos rudimentaria [...] La paradoja propia de la ficción reside en que, si recurre a lo falso, lo hace para aumentar su credibilidad." En la marea de lo cotidiano sobran muchas cosas, pero suelen faltar detalles significativos. El narrador debe agregarlos para hacer convincentes los sucesos.
Quizá los publicistas deberían proceder al revés y garantizar un bienestar rigurosamente imaginario. Sin embargo, a pesar de que Oscar Wilde dejó una de las frases más repetidas de Occidente, "la realidad imita al arte", las formas de representación no gozan de prestigio en una sociedad ávida de certezas, fórmulas comprobables y tangibles como la cocción de un huevo en dos minutos. "Científicamente hablando", escribe Wilde en La decadencia de la mentira, "la base de la vida —la energía de la vida, como diría Aristóteles— no es sino el deseo de expresión, y el arte va presentando formas diversas a través de las cuales la expresión puede cumplirse. La vida se apodera de ellas y las utiliza, aunque sea para su propio daño." Me interesa en especial la última parte de la cita: la vida copia las invenciones, aunque sea para perjudicarse.
A diferencia de los amigos del realismo, los delincuentes desafían lo ordinario con verdadero arte y entienden la veracidad de lo representado más rápido que la policía. Debo al antropólogo Néstor García Canclini una elocuente anécdota al respecto. En México, los criminales han alterado la experiencia no siempre dramática de ir al cine. A la entrada de una sala un par de chicas aplican cuestionarios para una presunta encuesta y se concentran en espectadores adolescentes. Con criterio sociométrico hacen suficientes preguntas para determinar el nivel de ingresos de sus padres; luego, solicitan un teléfono para participar en la rifa. Los muchachos entran al cine mientras los encuestadores practican una rápida valoración económica y hablan al teléfono más prometedor. Si hasta ese momento han actuado como sociólogos, ahora lo hacen como escritores. Describen la ropa que lleva el adolescente en cuestión (sin olvidar los detalles que otorgan verosimilitud: los frenos en los dientes, el arete en la nariz, el llavero con un personaje de Toy Story), informan con frialdad operativa que lo tienen secuestrado y piden un rescate asequible. Los padres son citados en el estacionamiento del cine, justo al término de la película. La ecología del miedo que domina el D.F: hace que la historia suene no sólo lógica sino casi inevitable. Los padres depositan la bolsa con dinero en un bote de basura del estacionamiento. Minutos después, los hijos son "liberados": salen del cine sin saber que fueron rehenes de un secuestro conjetural pero en modo alguno falso.
En ocasiones, los "secuestrados" ven en la pantalla una "historia verdadera" sin saber que la representación a la que han dado lugar adquiere mientras tanto una más dolorosa realidad.
De algún modo, también la lectura es un secuestro virtual, y acaso se trate del único antídoto contra las formas adversas de la representación. Los lectores están mejor adiestrados para discernir en qué momento alguien trata de convertirlos en personajes, figuras de convincente virtualidad, ideales para delinquir.
El secuestro es una de las muchas variables de la prometedora "criminalidad de invención" donde las coartadas, las víctimas y los botines se decidirán a partir de fabulaciones. Aunque se sirven de rudimentos literarios para refutar la realidad, los facinerosos del género requieren otros artefactos de comunicación. Es de suponerse el empujón que les darán los nuevos teléfonos celulares que también toman fotografías y se conectan a internet. Las posibilidades expresivas y delictivas de este artificio son infinitas. Ya las descubrirán quienes, al modo de Wilde, saben que la vida copia las invenciones, aunque sea para perjudicarse.

viernes, 21 de noviembre de 2008

La cumbre

A diferencia de los hackers y otros cibernautas, los poderosos de la Tierra sólo se ponen de acuerdo si se reúnen a suficiente proximidad para respirarse las lociones. Lo malo de este íntimo afán es que convierte a una ciudad en una locación para filmar el apocalipsis.

Los idus de marzo quisieron que Barcelona recibiera a los jerarcas postindustrializados la misma semana en que los hooligans del Liverpool y los forofos del Real Madrid se enfrentaban al Barça en dos partidos que podían dejar de ser una simple metáfora de la guerra. Para enfatizar el caos, la cumbre se celebró en los hoteles de lujo más cercanos al estadio. Además, hay que decir que los gobernantes no se instalan en un albergue: lo allanan. El confort es representado por un pelotón en la calle, y la tranquilidad por un guardaespaldas que recorre un pasillo y habla en voz baja, como si le rezara al micrófono que lleva junto a la boca.

Enrique Vila-Matas ha descrito a Barcelona como la urbe nerviosa, la Madame Bovary de las ciudades. Gracias a la cumbre, fue una diva intoxicada y paranoica, con ganas de demandar a sus amantes y de despedir a sus promotores. La avenida Diagonal se convirtió en la región más patrullada de este lado de Gaza y Cisjordania y las plazas se poblaron de activistas de mochila y carcaj, dispuestos a contrarrestar la cumbre con un Eurowoodstock.

Tal vez todo era parte de un plan de antropología extrema; lo cierto es que hizo pensar que los encuentros de dignatarios, como los de los alces en celo, deberían ocurrir en reservas restringidas. Más allá de las ganas de practicar una provocadora plutografía, ¿qué justifica que los dueños del mundo desmadren una ciudad? En tiempos de paz, los servicios secretos deberían ocuparse del turismo de Estado para juntar a jerarcas sin que nadie se enterara (o para que nos enteráramos después de la foto). Pero los gobernantes son incapaces de concentrarse como deportistas en pretemporada. A ellos no les funciona un spa en el desierto. Necesitan la arteria paralizada desde el aeropuerto al hotel, la amenaza de boicot, el despliegue de uniformados. Quizá lo que excita a los burócratas sobrepagados sea la tentación de motín. Los gritos de las multitudes y los coches en llamas les hacen transpirar la momentánea angustia de los próceres.

¿Hay un Albert Speer contemporáneo capaz de diseñar un búnker suficientemente atractivo para los líderes de la democracia? En vez de tomar ciudades y derrochar en faenas de seguridad y limpieza, podrían economizar construyendo escarpadas fortalezas, con habitaciones dotadas de canal porno y servibar.

Pero los campeones del capital prefieren convertir los impuestos en vallas y escudos antimotines. Si esto es contradictorio, no lo es menos que despotriquen contra el terrorismo y ofrezcan un blanco tan atractivo. Sabemos que en el mundo hay cuchilleros fanáticos, tecnopirómanos, bombas humanas, anarcofumigadores, escuadrones de la muerte y otras variantes del aniquilamiento solitario o en equipo. Para como están las cosas, ¿no vendría bien un poco de discreción a la hora de contar el dinero? Pero los protagonistas de la cumbre padecen mal de montaña. Si descienden un poco, sienten que claudican.

A esta era pródiga en criminales aún no llega el magnicida serial. Con su sed de arena pública y su convoy de limusinas, los encumbrados sugieren inéditos delitos. La mayoría de los opositores a la cumbre son ciudadanos hartos de que la ropa europea sea cosida por niñas de Taiwán. Sus protestas van acompañadas de formas alternas de progreso y no proponen blandir el cutter de la muerte. Pero al hotel rigurosamente vigilado puede colarse el hombre de ceja arqueada y sonrisa oblicua que grita: "Here' s Johnny!" ¿Por qué no escoger un sitio de veras a salvo, como la base militar de Guantánamo?

Desde el 11 de septiembre los líderes tienen un archilíder que esgrime para su causa su dolor legítimo, pero sobre todo se apoya en la renuncia de los gobiernos de Europa y Japón a ejercer la crítica. Como ha señalado Fernando Savater, Occidente se dedica a comprar democracia made in usa. La cumbre sirve para que los consumidores pongan algunos reparos a la calidad de la mayonesa. ¿No se podría hacer eso por e-mail? Sí, pero se perdería en gestualidad cívica. Tocqueville jamás imaginó esta salvaje puesta en escena: los mandatarios de las democracias enclaustrados ante la adversa marea de las multitudes. Obviamente, quienes están a gusto con el planeta McDonald's no salen a la calle a gritar: "¡Que todo siga igual!" Después de leer a Marx, un empresario mexicano comentó: "Lo único bueno de la lucha de clases es que la vamos ganando." Los invisibles fans de la cumbre se limitan a votar de tanto en tanto.

Para Ortega y Gasset Europa constaba de muchas abejas y un solo enjambre. Escribo estas líneas antes de que el espíritu de la colmena se congregue en Barcelona. Ignoro los heridos y los acuerdos. Lo decisivo, en todo caso, es que los dueños del mundo necesitan un parque temático que les brinde emociones. Ningún resort puede depararles los sobresaltos de Seattle, Génova o Barcelona. Durante unos días, la mesa circular de los convenios y los vasos de agua mineral debe ser amenazada por la realidad. Las hordas gritan allá afuera, como en tiempos de la comuna de París: "¡O todos o ninguno!" Sería exagerado suponer que los miembros del club de los precios se creen intrépidos. Pensemos que se consagran a la no menos temeraria suposición de sentirse vivos.